jueves, 30 de noviembre de 2017

Cita a ciegas (III)


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Se despertó con sensación de peso y tibieza en el vientre; al parecer Tiny se había acomodado sobre su cuerpo cuando al fin la venció el aburrimiento de la espera. Lo primero que hizo Mirella, antes incluso de desperezarse en el sofá y apartar a la gata con una caricia, fue mirar el reloj: las tres de la madrugada. Un remolino de sentimientos contradictorios se agitó en su interior, a medio camino entre el alivio y la desazón. Las cosas iban según lo previsto, era obvio que Andrés había aceptado su “regalo” o ya estaría en casa, pero ahora debía prepararse para enfrentar lo que vendría a continuación. Había decidido ser sincera al fin y lo sería.

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Mirella y Andrés se habían conocido jóvenes, durante unas vacaciones de verano en la costa mediterránea con sus respectivas familias. La suerte quiso que vivieran en la misma cuidad y, lo que pudo haber quedado en un simple amor de verano, se convirtió en una historia mucho más seria. Se habían compenetrado muy bien desde el principio y, a pesar de su absoluta inexperiencia, ninguno de los dos necesitó buscar nada más para saber que había encontrado a su media naranja. 

Tuvieron un noviazgo largo, como era de esperar, porque tras acabar los estudios no fue fácil situarse económicamente, pero aparte de eso todo resultó siempre asombrosamente fácil entre ellos. Quienes les conocían no llegaban a entenderlo: Andrés era serio tirando a soso, pausado, responsable hasta el hartazgo, corriente en lo físico y muy reservado; en cambio Mirella era la típica mujer de personalidad extrovertida, activa sin límites, risueña y emprendedora. Ella tenía atractivo para cualquiera, y no era solo porque sus ganas de vivir resultaran contagiosas, es que además era preciosa. Lo seguía siendo a los cuarenta y cuatro años, del mismo modo que conservaba intactas sus ganas de experimentar en la vida. Muy diferentes, sí, pero se querían y se complementaban. Además a Mirella siempre le habían atraido los hombres un poco mayores que ella y Andrés, más maduro por edad y forma de ser, la enamoró sin remedio.

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Dudó sobre si irse a la cama o prepararse una infusión. Sabiendo que de todas formas no iba a dormir, optó por lo segundo. Tenía mucho en qué pensar. 

De ninguna manera estaba orgullosa de haber tenido una aventura, la única de su vida, pero había sucedido y ya no tenía vuelta atrás. Además, ella debía ser lo bastante honesta como para reconocer que llevaba tiempo deseándolo, que incluso lo necesitaba, y por eso tenía que contárselo a Andrés. No se trataba de aburrimiento ni de desamor, ella no quería romper su matrimonio ni quería perderle a él. Era cuestión, sencillamente, de tener una experiencia. ¿Era tan terrible tener curiosidad por saber qué se siente al hacer el amor con otro cuerpo? Para Andrés seguramente sí, así que no se le había ocurrido otra cosa mejor que provocar su propia “infidelidad” para que entendiera que no significaba nada, que no tenía por qué ser un obstáculo entre ellos. Esperaba no haberse equivocado con el método. 

Cierto es que tiempo atrás, cuando comenzaba a germinar en su interior la semilla del deseo y todo eran dudas, excitación y también culpa, sopesó la opción de hablarle abiertamente. Quiso contarle sobre sus inquietudes, su sensación de “última oportunidad” desde que cumplió los cuarenta, sobre las cosas que leía o que comentaba con sus amigas y que estimulaban su imaginación al límite… pero no hubo ocasión. La inesperada muerte de la madre de Andrés hacía imposible abordar el tema en esos momentos y fue justo cuando apareció Damián, un vendaval de sensualidad y pasión  hecho a su medida. Mirella era terreno abonado para la aventura, en lo físico y en lo psíquico, y las cosas se precipitaron. 



Ahora, jugando pausadamente con los posos de azúcar en su té, trataba de adivinar qué estaría haciendo Andrés en esos momentos. Quizás ya venía de camino, quizás se había quedado plácidamente dormido junto al cuerpo perfumado de Naisha. Era muy tarde para que aún estuvieran despiertos, sobre todo conociendo los férreos hábitos de su marido, pero todo era posible. Por experiencia sabía que la novedad era un afrodisíaco poderoso. 

Dejó la taza vacía en el fregadero y se dirigió al dormitorio. Más valía que intentara descansar un poco si quería estar despejada al día siguiente; seguramente iba a ser un día ajetreado. Era muy tarde, pero aún no estaba preocupada por la ausencia de su marido. 

Julia C.

Continuará…

jueves, 23 de noviembre de 2017

Cita a ciegas (II)


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Andrés encontró la nota junto a la caja de los cereales que desayunaba cada mañana; ella ya se había marchado al trabajo. Leyó atento el mensaje escrito con caligrafía puntiaguda e inclinada inconfundiblemente a la derecha y no pudo evitar el placentero escalofrío que le recorrió la espalda. Como el gato goloso que era en todo cuanto tenía que ver con Mirella, se relamió de anticipación. Dobló nuevamente el papelito perfumado color salmón, lo guardó en su maletín y se sirvió una ración de trigo en el bol. No tenía un espejo a mano, pero imaginaba su sonrisa boba como si la estuviera viendo.

Ese día cumplía años, cincuenta para ser exactos, y lejos de pasar el día dándole vueltas a lo que suponía alcanzar una nueva década, ella se había encargado de que tuviera la cabeza ocupada con algo mucho más edificante y divertido. Realmente su mujer era única organizando sorpresas. Mucho le iba a costar estar a la altura cuando llegara el momento de corresponder, serio de naturaleza y poco imaginativo como era, pero ya pensaría en eso cuando tocara. ¡Hoy era su día y le habían propuesto una cita romántica! 

“Buenos días, amor, ¡y feliz cumpleaños!

Tengo un regalo para ti; te lo daré esta noche en el hotel Baviera, habitación 505, a las 21:00 h. Las vistas a la bahía son espectaculares, ya lo comprobarás. Ponte cómodo, sírvete una copa y espera. En recepción te darán la llave sin problemas, he dejado instrucciones.

¿Recuerdas cuando éramos novios y jugábamos a que nos encontrábamos por la calle después de años de no vernos? Así podíamos ser quienes quisiéramos, inventar mil y una vidas, sorprendernos mutuamente, tener muchos primeros encuentros llenos de expectación. Después jamás hablábamos de aquellas citas locas, de aquellas tardes de risas y sábanas revueltas; era como si no hubieran existido nunca. Y volvíamos a nuestra vida en común plena, llena de secretos cómplices.

Espero que aún te guste jugar… y no olvides respetar las normas. Lo que pase en el hotel Baviera esta noche, será uno de esos secretos compartidos de los que no hablaremos nunca. 

¡Hasta la noche! 

Te quiero.
Mirella”

Había sido una jornada de trabajo endemoniada, de ésas que acaban con el buen humor y la paciencia de cualquiera, pero a Andrés se le había hecho un paseo. Él tenía un antídoto al desánimo ese día y cuando al fin se acomodó en la suite, sentado frente al ventanal copa en mano, casi se notaba levitar. “Al cuerno el jefe y al cuerno los clientes. ¡Por otras cincuenta noches como la que me espera hoy!”. Al tiempo que echaba el último trago, excitado como si tuviera veinte años, Naisha usaba su llave para abrir la puerta de la habitación. 

En un principio pensó que aquella mujer, por alguna extraña razón, se había equivocado de suite y había logrado abrirla. Fue muy embarazoso para él pedirle explicaciones, pero bastó que ella le entregara otra nota de la propia Mirella para silenciarle en el acto.

“Querido mío:

Jamás me has devuelto un regalo en todos estos años, pero para todo hay una primera vez. Siéntete libre de ser quien quieras y hacer lo que realmente desees, incluso volver a casa en este preciso instante. Naisha lo comprenderá y yo estaré esperándote, como siempre.

Solo puedo decirte que si te quedas a disfrutar de la velada y te tomas la molestia de quitar el envoltorio al regalo, te gustará lo que hay debajo. Lo elegí especialmente pensando en ti.

Con todo mi amor,
Mirella.”



Andrés levantó la vista y encontró frente a sí un par de ojos color ámbar que le observaban con una pizca de coquetería, como retándole. El maquillaje los hacía parecer profundos, casi hipnóticos. No atinaba a decir nada, bloqueado como estaba tratando de asimilar la situación, hasta que ella le devolvió a la realidad con un gesto de la mano que hizo tintinear sus pulseras.  

¿Y si cenamos, Andrés? Conozco personalmente al chef del hotel y te aseguro que es brillante. Está todo dispuesto.

Sí… sí, claro… como tú quieras ¿Qué otra cosa podría haber dicho sin resultar grosero? Además, ella parecía tan segura, tan solícita, y él comenzaba a estar tan hambirento… 

Naisha sonrió y se giró con desenvoltura en dirección al teléfono para pedir que subieran la cena. Contaba con que Andrés la observara detenidamente mientras le daba la espalda, así que caminó despacio sobre sus sandalias de tacón vertiginoso. Más parecía una gata que una mujer. La abundante melena negra, recogida a un lado de la cabeza con un pasador de fantasía, dejaba al descubierto un hombro perfecto de reflejos nacarados a la luz de la lamparita. Sin duda sabía lo que se hacía, porque a esas alturas Andrés apenas si era ya capaz de ver otra cosa que no fueran sus curvas sinuosas enfundadas en el vestido azul tinta que había elegido para la ocasión. 

Se guardó en el bolsillo la nota de Mirella y se acercó al amplio ventanal para correr de nuevo las cortinas. Estaba seguro de que su hambre no se saciaría solo con comida. 

Julia C.

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