Este relato ha sido escrito para la Comunidad “Relatos Compulsivos”,
obteniendo el tercer puesto en la clasificación para el reto de esa quincena.
Al final del texto figura el escaparate obtenido como premio.
Me he quedado a oscuras, indefenso, sumido en la intransigente soledad de su ausencia. ¡Cómo ha podido
suceder, cómo ha podido ser tan cruel! Mi Mente vaga sin mí ahora, ligera,
libre del lastre que supone mi cuerpo; me abandonó en cuanto tuvo la certeza de
que yo iba a morir.
Pensé que siempre estaríamos juntos, que recorreríamos inseparables la incierta
senda de la nada igual que habíamos recorrido la de la vida. Pero no, se ha
mostrado cobarde y miserable a la hora más terrible de todas, la de partir
hacia no se sabe bien qué destino definitivo. Espero que si hay un infierno
para mi cuerpo, convertido en un cascarón quebradizo y obsoleto, también lo
haya para la etérea traidora que me sobrevuela cuidando de no volver a posarse
en mi frente. Supongo que teme quedar presa de nuevo, que a pesar de mi penoso estado
sea capaz de retenerla conmigo y obligarla a compartir
suerte bajo montones de tierra húmeda.
Es extraño este vacío, esta sensación de que nada importa y a la vez
todo es más trascendente que nunca, aunque no entienda las razones. Sé que ya
no soy, ni lo pretendo, pero metabolizo esta rabia inmensa por su traición a
toda velocidad y fabrico un poco más de vida, apenas un soplo, para seguir
odiándola.
No reconozco sus colores, quizás sean demasiado sutiles para un muerto,
pero puedo sentir la brisa que provoca su risueño aleteo. Mi Mente se burla de
mí descaradamente, no hay remordimiento en sus airosos movimientos ni rastro de
compasión que empañe su loca alegría. Aunque inexplicablemente se demora, aún
no parte en busca de otro nido lejos de mí. Pareciera que mi sufrimiento la
hechiza.
¡Ay suerte, qué caprichosa eres! Yo que nunca te tuve de cara en vida,
he obtenido tu bendición en la muerte.
El inesperado manto de agua con que el cielo cubrió las cabezas de mis
dolientes familiares y mi propio ataúd, el acuoso chapoteo que acalló los rezos
del cura, también salpicó irremediablemente sus pérfidas alas haciéndola caer. Ya es mía de nuevo…
Julia C. Cambil
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