Siempre me
dice la verdad, como si yo realmente quisiera saberla, como si estuviera seguro
de que puedo encajarla. ¿Quién demonios le ha pedido sinceridad absoluta? Pero
el caso es que siempre me dice la verdad…
La primera
vez que le pregunté por qué estaba volviendo tan tarde a casa en las últimas
semanas lo hice casi sin pensar, más por cortesía que por interés. Realmente no
me importaba lo más mínimo, sobre todo porque empezaba a acostumbrarme y me
gustaba. Resultaba muy relajante volver a casa después de un largo día de
trabajo, cansada, y encontrarme la casa vacía y en silencio. Supongo que ya estábamos
en esa fase del matrimonio en la que se aspira al mutuo respeto, la
cordialidad, y poco más.
Me
contestó apoyado con displicencia en el quicio de la puerta, el gesto relajado
y una sonrisa que yo nunca antes había visto en su cara: “Estoy espiando a
alguien, una mujer, y a veces se retrasa”. Apuesto a que esperaba una nueva
pregunta por mi parte, alguna reacción, quizás un reproche por el mal gusto de
la broma. Pero lo dejé correr; estaba segura de que era una estupidez para
llamar mi atención y yo solo quería seguir hojeando mi revista y acabarme la
copa de vino en paz. El tampoco añadió nada más; esperó unos segundos y después
giró sobre sus talones para ir a tomar su acostumbrada ducha. Incluso me
pareció que silbaba mientras se dirigía al dormitorio.
Sin
embargo los retrasos continuaron durante los días siguientes y yo no podía
quitarme de la cabeza ni aquella sonrisa un punto siniestra ni sus palabras.
Seguro que no había motivos para preocuparse; Luis era un poco introvertido a
veces, algunos le consideraban “rarito” en su época de universidad, lo habitual
por otra parte con la situación familiar que tenía en casa, pero ni mucho menos
era capaz de hacer algo tan horrible como acosar a una mujer. ¿Una desconocida
o alguien de nuestro círculo? ¿Para qué la espiaba exactamente? ¿Sería más
guapa y más interesante que yo? Imposible evitar que mi imaginación continuara
viaje por su cuenta sin billete de vuelta.
Al poco
encontré en el cesto de la ropa sucia un pasamontañas negro, de esos que llevan
agujeros para los ojos, la boca y la nariz. El hallazgo me sobresaltó porque yo
nunca había visto aquella prenda en casa, y según mi costumbre fui a preguntarle
qué era aquello. No evitó mirarme de frente, al contrario, y no trató tampoco
de inventar una excusa. Yo diría que casi esperaba aquel momento con interés.
─Ya te lo dije, no querrás que vaya a cara descubierta, ¿verdad? Estoy
tomando precauciones, cariño, no nos conviene que me reconozcan ─Parecía
bucear en mis sorprendidos ojos como
buscando algo, pero no sabría decir qué. ¿Aprobación quizás?
─¿De qué demonios estás hablando? ¡No tiene ninguna gracia! ─Mi voz sonó mucho
más aguda de lo que en realidad es.
─“Para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad”,
¿recuerdas? Tú querías matrimonio. Yo me hubiera conformado con vivir contigo,
pero ahora me alegro de que me convencieras.
Después me
besó en la frente con dulzura, como antaño, demorándose en el contacto de sus
labios con mi piel, y aunque rozó apenas mi cintura con su mano tibia, pude
sentirla como si estuviera al rojo. Un escalofrío extraño pero en absoluto
desagradable me recorrió la espalda. Era lo más intenso que había sentido en
mucho tiempo.
─Nos vemos a la noche, Nena. Hoy hago yo la cena.
Y allí me
quedé, con el vello erizado y sin poder articular palabra. No sé muy bien por
qué lo hice, pero el caso es que lavé el pasamontañas al borde de la excitación
y lo dejé en su cajón, cuidadosamente doblado, con el resto de la ropa limpia.
¿Quién era
aquel nuevo Luis que se había mudado a vivir conmigo? ¿Y quién empezaba a ser
yo?
De todas
aquellas dudas e incertidumbres, hoy totalmente despejadas, ya ha pasado un
tiempo. Por fortuna hemos sabido dar los pasos, lentos pero con seguridad, que
nos han conducido hasta aquí. Nuevamente cómplices, nuevamente enamorados,
diciendo siempre la verdad.
Es una
gran ocasión. La hemos traído a una pequeña cabaña de alquiler en lo más
escondido del bosque. No sabemos aún a qué vamos a jugar con ella, pero tenemos
muchas ideas. Para empezar la hemos amordazado y hemos inmovilizado con bridas
sus manos y sus pies, que ya lucen con incipientes y hermosas heridas por el
frote y la excesiva presión. Apenas parece la misma mujer que tras la mesa de
su despacho, investida con su todopoderosa bata blanca, nos dijo dos años atrás
que la enfermedad psiquiátrica de Melisa, la madre de Luis, podía ser
hereditaria. ¡Menuda zorra! Ya no llora, creo que no le quedan más lágrimas,
solo tiembla.
Y no, en
absoluto es más guapa ni más interesante que yo…
Julia C.
Código 1606018046659
Fecha 01-jun-2016 1:55 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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Fecha 01-jun-2016 1:55 UTC
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