domingo, 31 de mayo de 2015

En Desacuerdo (III)



Lo sabía, estaba segura. Es lo que tiene ponerse a escribir contigo, Edgar, que indefectiblemente todo acaba lleno de sangre, fantasmas y gritos de terror.

La pobre Rose con esas alucinaciones terribles sobre sus tres maridos, tan muertos y tan “embichecidos” ellos. ¿Es que no podían estar disfrutando en un yate atracado en cualquier puerto europeo o conquistando jovencitas a golpe de talonario y alcohol? No, muertos y bien muertos. Dije “ventajosos divorcios”, no “ventajosos enviudamientos”, pero tú ni caso.

Y el pobre Andrew, un alma cándida donde las haya, convertido en espectro asesino con sed de venganza (bueno, quizás no tan cándida su alma después de todo, ya os contaré).

Eres incorregible, que lo sepas, pero no me harás perder el hilo. Yo voy a seguir donde lo dejé, a plena luz del día y solo con personas vivas en la sala…

Parte III

Lo natural hubiera sido que los tres hermanos hubieran empalidecido anta la sola posibilidad de que alguno de los otros tuviera un crimen a sus espaldas, como insinuaba su padre en el testamento. Pero lo cierto es que parecían más bien compugidos, tristes,  seguramente ante la perspectiva de ir a perder ellos mismos ese sustancioso pellizco de la herencia.

El notario, que no en vano era un hombre de avanzada edad, propuso hacer un receso para descansar y tomar un refrigerio que anunció ya estaba servido en el salón Bohemia, así llamado por albergar una notable colección de exquisitas piezas fabricadas con dicho cristal. Los demás no protestaron, a pesar de que tenían pocas ganas de confraternizar y muchas de saber cómo habría dispuesto su padre llegar a saber quién de entre ellos tenía “las manos limpias de sangre”.  

John tomó una de aquellas copas de vino ligero y espumoso y se situó en el dintel de la puerta, muy cerca del mayordomo, el sr. Kingston. A pesar de su cara de pocos amigos y lo envarado de su postura, John sentía por él un entrañable afecto. Cuando solo era un niño le había guardado el secreto de mil travesuras, ahorrándole así temibles reprimendas de sus padres y convirtiéndose en su cómplice.

-¿Qué tal le va la vida, sr. Kingston? - No quiso tutearle para salvaguardar la dignidad en el cargo del anciano.
-Tengo que hablar con usted, señorito John. Necesito contarte algo terrible que me pesa en la conciencia.

John se quedó mudo de la sorpresa ante aquel inusual saludo, pero se recuperó de inmediato. Viviendo en el seno de su “querida” familia había aprendido desde temprana edad que la información era poder.

-Espéreme en el gabinete azul, por favor, voy enseguida.

Cerraron la puerta con llave y sin sentarse siquiera, el sr. Kingston comenzó su historia. Era la primera vez en su vida que John le veía preso de tal ansiedad y nerviosismo.

“El día que vino su hermano, el señorito Andrew, el servicio tenía la tarde libre por expreso deseo de su padre. Supusimos que quería disfrutar de la compañía de su hijo en privado, así que dejamos todo dispuesto para una cena fría y sobre las cinco y media todos dejaron la casa. Yo lo habría hecho también de no ser por un leve catarro que comenzaba a manifestarse. En aquel momento no quise importunar al señor con tal nimiedad y no le dije nada; me limité a retirarme a las dependencias del servicio y a permanecer allí.

Tenía intención de acostarme pronto, pero antes, sobre las diez, quise asegurarme de que el Barón no necesitaba nada. Subí arriba y sin poderlo evitar oí cómo discutía con su hijo. Le estaba llamando depravado del demonio y sodomita inmundo. Y el joven señor también gritaba diciendo que no era asunto suyo con quién se acostara y que se limitara a darle el dinero del chantaje. Por lo que pude entender el último de sus amantes no estaba por la oportuna discreción deseable en un caballero, ya me comprende”.

John no daba crédito a lo que estaba oyendo. Trató de tranquilizar al sr. Kingston y le animó a continuar.

“Volví a mi cuarto e intenté dormir, pero sin éxito. Sobre las dos de la mañana me levanté para hacerme una infusión y ver si así lograba conciliar el sueño, y allí estaban ellos, en la cocina: su padre y el bastardo. Hablaban quedo para no despertar al pobre señorito Andrew, pero yo oí claramente cómo el señor le encargaba al otro que borrara “esa mancha intolerable de su familia”. Yo sabía muy bien a lo que se estaba refiriendo, y al día siguiente su hermano estaba muerto en la bañera, con las muñecas abiertas ”

-Así que el bastardo no puede heredar la casa, ¡perfecto!

Es todo lo que acertó a pensar el siempre práctico John…

Julia C.

Continuará… 

Para leer el capítulo IV en el blog de Edgar pincha aquí

Código: 1506014229967
Fecha 01-jun-2015 11:22 UTC
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