Vale,
sí, lo reconozco, tu versión tiene mucha más fuerza que la mía (aunque antes
muerta que admitirlo públicamente, claro). ¡Edgar, que quede entre nosotros,
por favor!
Nunca
ha sido mi estilo, pero reconozco que todo ese cristal de Bohemia hecho añicos
e hiriendo a los protagonistas… no sé, creo que cierto cosquilleo a punto de
ser placentero me ha recorrido la espalda. Después de todo lo mismo hasta me
haces pasar al “lado oscuro” ji, ji.
Por
lo que no paso es por admitir que me haya gustado la macabra cancioncilla
infantil. Niñas del demonio, ¿cómo se atreven a romper la tensión literaria que
tanto me había costado crear? Deja que canten, ya no tiene arreglo, pero conste
que si me hubieras pedido parecer, habría dicho no al mini musical.
En
fin, ¿por dónde íbamos en mi versión? Ah, sí, ya recuerdo…
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Parte V
Apenas terminaba de quejarse el
viejo reloj de la biblioteca con su lastimera campanada cuando se reanudó el
encuentro. La una del medio día recién estrenada y ya estaban todos en sus
asientos, expectantes y seguros de poder mantener sus propios secretos a buen
recaudo.
Los adamascados cortinajes de color
verde hoja que cubrían los ventanales eran más que suficientes para contener los
tímidos rayos de sol, y sin embargo todos tuvieron la sensación de que la
temperatura había subido algunos grados en la habitación. Se sentían un poco extraños.
El señor Worsworth se situó
ceremoniosamente frente al atril y retomó la palabra.
-
Bien, ha llegado el momento. Sin
tener en cuenta posibles implicaciones con la ley, procederemos a esclarecer el
nombre del heredero de la mansión familiar – se notaba claramente que el
notario estaba disfrutando con la tensión de sus oyentes - . Empezando por el
primogénito y siguiendo en estricto orden de edad, vendrán aquí a contarnos lo
que deben.
Los asistentes se miraron entre
incrédulos y divertidos por la ocurrencia del anciano, pero el caso es que sin
poderlo evitar, como impelido por alguna fuerza invisible, John se levantó y se
situó donde le correspondía, al frente del atril. Tal pareciera que le urgiera
confesar.
-
Le haré la pregunta que debe
contestar, sr. Locker, y no podrá evitar decir la verdad. ¿Tiene usted las
manos limpias de sangre?
Una ligera transpiración cubría ya
el cuerpo de John y su mente serpenteaba sinuosa entre recuerdos pasados. Era
el efecto de la droga de la verdad que todos habían ingerido durante el frugal
y traicionero almuerzo.
-
Madre no debió tratarme así, yo no
era nada para ella a pesar de que debiera haberme preferido sobre los demás por
ser el primero. Estaba harto de que me ridiculizara, de que me dijera siempre
que mi voz era demasiado aguda para ser un buen orador, incluso de que se riera
de mi esposa por haber aceptado casarse conmigo. No hice nada, pude pero no
quise – Sus ojos en trance y llenos de lágrimas sin duda estaban visualizando
la escena en cuestión –. Dejé que se ahogara. Si no servía para nada tampoco
para darle su medicina, así que cerré la puerta y me marché.
Los sudorosos espectadores no
parecieron en exceso sorprendidos, seguramente porque estaban ansiosos de su
propio debut como criminales confesos y necesitaban concentración para repasar
sus papeles. El siguiente en ser llamado al atril fue Thomas, quien contó,
palabra por palabra, la misma historia que el mayordomo antes le refiriera a John.
Y entonces fue el turno de Rose, la niñita de papá.
Se puso en pie aferrada a su bolso
Versace como a un salvavidas y se dirigió obedientemente hacia el atril. Tenía
la mirada vidriosa y la tez cadavéricamente pálida. Ya no hizo falta que el
notario le formulara la pregunta, ella conocía de sobra la dinámica de aquel
macabro juicio.
-
Yo no quería a aquel bebé – dijo
mirando a ninguna parte en concreto - y tuve
que deshacerme de él. Estaba asustada, no podría haberlo hecho pasar por hijo
de mi primer marido y tampoco podía contarle a nadie que yo siempre había
jugado con papá a cosas de mayores, ¡era nuestro secreto! –sollozó ligeramente
y luego, como viendo un rayo de esperanza en ese punto indeterminado, añadió
- pero no merezco castigo, luego lo arreglé
para que me perdonara. Un bebé muerto por otro nacido. No dejé que ninguno de
mis maridos me preñara, solo papá. Y me dio a mi dulce Robert.
El pobre señor Worsworth, curtido
por mil historias familiares de la alta sociedad con mucho que esconder, jamás
había visto ni oído nada parecido. Aquello era un nido de podredumbre moral sin
igual. Pero era un profesional, así que se ajustó los anteojos, puso cara de
póker y apostó toda su credibilidad a que solucionaría aquel entuerto legal sin
escándalos y siguiendo, al pie de la letra, la última voluntad de su cliente.
Lo dispuso todo para transferir el
título de propiedad de la mansión familiar al joven Robert, que quizás solo por
su corta edad aún cumplía el requisito exigido para heredar: tener las manos
limpias de sangre.
Julia C.
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