Parte V – Remendando
corduras
Giselle y Marisa
La
sorpresa pudo más que una vida de experiencia y no supo reaccionar a tiempo.
Sin saber cómo los cálidos y sonrosados labios de Giselle se posaron sobre los
suyos en un beso que nada tenía de tímido. No es que fuera posesivo ni
intimidatorio, pero sí decidido; también placentero, para qué negarlo.
Su
primer impulso fue rechazarla, apartar de sí aquel aliento perfumado y dulce,
aquella suavidad que la retrotraía a un periodo de su vida en que las ganas de
experimentar no encontraban cortapisas. Y en honor a aquellos días de juventud
y aprendizaje en que hubiera sido capaz de saltar sin red desde lo más alto, se
contuvo y la dejó hacer.
Los
labios y las manos de Giselle viajaban ligeros de equipaje por su cuerpo y ni
la culpabilidad ni otras incómodas consideraciones sociales parecían afectarle.
Con la maestría que el deseo confiere a quien conoce a la perfección los
resortes del cuerpo que conquista, fue desmadejando suspiros, erizamientos de
la piel y ganas insospechadas.
En
cierto momento Marisa se rindió por completo y dejó de pensar, vencida al fin
por las maravillosas sensaciones que cada uno de sus receptores nerviosos,
recién despertados, le regalaba. Se dedicó a sentir y a corresponder como mejor
sabía a aquel regalo inesperado que su joven amiga le hacía. El velo oscuro que
momentos antes turbara su paz había desaparecido por completo y el calor
corrosivo de su estómago se había tornado en otro tipo de ardor mucho más
colorido y placentero.
Entre
caricias y gozosos descubrimientos los minutos fueron deslizándose silenciosos
a su alrededor. Parecían no querer despertar al reloj de la realidad, que sin
duda se había detenido para ser su cómplice aquella noche. Pero el
encantamiento quedó roto cuando Giselle intentó soltar el broche que sujetaba
el único tirante del vestido de su compañera de juegos. Entonces Marisa retornó
bruscamente de su maravillosa ensoñación y fue consciente de que no podían
continuar en aquel salón, expuestas a la vista de cualquier invitado rezagado. Dudó
unos instantes mientras impedía con dulzura la atrevida maniobra de Giselle y
después se puso en pie. Tomándola de la mano la condujo escaleras arriba, hacia
su dormitorio.
Roberto
La
madrugada estaba bien consolidada cuando cerró la puerta de entrada con el
mayor sigilo posible. Era obvio que la fiesta había terminado y que el servicio
se había retirado, pero sin duda Marisa lo estaría esperando. Se dirigió al
dormitorio pensando que le aguardaban un millón de reproches airados y un mar
de llanto histérico, por eso quedó totalmente paralizado ante la visión.
La
cama era puro oleaje de sábanas blancas rompiendo con acogedor mimo sobre
sonrosadas curvas de piel rosada; las melenas deshechas en ondas oro y azabache
se derramaban sin pudor sobre la almohada y mezclaban mechones en delicioso
contraste; sobre la quietud del sueño apacible de aquellas mujeres flotaba,
casi tangible, el dulce aroma del deseo colmado.
Tuvo
que apoyarse en el quicio de la puerta y respirar profundo para sobreponerse.
No era capaz de discernir si entre sus sentimientos predominaba el deseo más
atroz que nunca hubiera experimentado o el más lacerante dolor al sentirse
traicionado. Quizás hubiera podido permanecer como perplejo espectador de
aquella estampa el resto de la noche, pero en aquel momento Giselle fue
consciente de su presencia y, leyendo en su rostro, comprendió que era la
oportunidad para arreglar la situación con su querido amigo.
Roberto, Giselle y
Marisa
La
joven se levantó del lecho con estudiada parsimonia y, siempre atenta a la
reacción de Roberto, exhibió ante sus ojos su menudo y hermoso cuerpo. Después,
con pasmosa naturalidad, borró la distancia que los separaba mientras
contorneaba sinuosa las caderas. Roberto intentó hablar, aunque no sabía muy
bien qué iba a decir, pero ella selló dulcemente sus labios con el índice
garantizando así el balsámico silencio que los tres necesitaban y que ayudaría
a curar las heridas que arañaban sus corazones. Estaba segura de que no
existían palabras en el mundo que pudieran ser más elocuentes y conciliadoras
que aquel silencio. Y así, en silencio, es como lo desvistió y lo condujo a la
cama junto a una Marisa que los observaba desperezándose sonriente.
El
amanecer los pilló desprevenidos, exhaustos, y pareciera que todo ese cansancio
hubiese limpiado por completo resquemores, infelicidad o dolor. La balanza de
nuevo estaba equilibrada.
La vida
Giselle
se convirtió en asidua invitada de la casa mientras estuvo en España. Roberto y
ella continuaron siendo los mejores amigos del mundo durante ese tiempo, y si
él rememoraba alguna vez en soledad la noche en que pudo amarla sin trabas, no
lo mencionó nunca. Tampoco ella.
Los
encuentros con Marisa, sin embargo, tenían un cariz bien diferente, aunque
acordaron ser siempre discretas para no herir a Roberto. Cuando la joven dejó
España Marisa prometió visitarla siempre que fuera posible y ella lo deseara.
Por
su parte Marisa cumplió su parte del acuerdo hasta el final, e incluso usó sus
contactos para ayudar a Roberto a encontrar su primer empleo una vez que acabó
la carrera. El se había convertido en un abogado capaz que a no mucho tardar
escalaría posiciones por méritos propios, no le cabía duda. Si hubo alguna otra mujer en su vida durante el periodo en que fue su “anfitriona”, ella no llegó a
saberlo. Esa era una lección que habían aprendido bien.
Fin
Julia C.
Código de registro: 1506254445851
Fecha de registro: 25-jun-2015 10:00 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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