Eva nunca había tenido marido propio. Ella, por alguna
extraña razón, prefería compartir los de las demás.
La primera vez todos dijeron que son cosas que pasan,
que la vida a veces juega malas pasadas. La segunda se asombraron pensando que
ya era casualidad que volviera a suceder. Pero cuando Eva se enamoró
perdidamente (ella no sabía enamorarse de otro modo) del tercer casado, no hubo
quien tuviera dudas: a Eva solo le interesaban los hombres que llevaban
alianza.
Bien mirado no tenía nada de malo que ella siempre se
fuera a encandilar de hombres comprometidos que ya pasaron por la vicaría y que
hasta hijos habían traído al mundo; lo realmente penoso de la situación es que
sobre cualquiera que ella posara interesada sus ojos ámbar, caía sin remisión a
sus pies y perdía todo sentido de la prudencia, la responsabilidad y hasta del
decoro.
Paseaba las calles del pueblo ajena a lo rotundo de
sus caderas, con el cesto de los mandados al brazo, y así subía las cuestas
empedradas con una gracia y desparpajo que provocaban vértigo entre los
caballeros. La mayoría la saludaban respetuosos, ya que el deseo por ella no
les hacía olvidar que la habían conocido desde pequeñita. Pero había otros, los
nuevos en el lugar, que se la comían con los ojos sin disimulo y que le
regalaban requiebros de dudoso gusto. En esos casos Eva agachaba la cabeza y
apretaba el paso para deleite de las pupilas posadas en sus nalgas y sus
primorosos tobillos.
Las mujeres del pueblo no estaban contentas, cómo
podían estarlo. Aunque los romances de Eva no duraran más que unos pocos meses
no era plato de gusto ni ellas se sentían a salvo. Y lo más curioso del caso es
que lejos de odiarla, el cariño que les inspiraba la pobre huérfana chocaba de
frente con el celo por conservar a sus maridos a buen recaudo. Que ellos
terminaban volviendo a casa era verdad, y también que ella, una vez acabada la
historia, se lamentaba de corazón, con lágrimas en los ojos, y pedía perdón
cuantas veces hiciera falta. Pero al tiempo volvía a suceder y otro casado se
enredaba en las faldas de Eva y Eva en sus brazos.
En la plaza del pueblo se formaban corrillos casi a
diario y todos opinaban sobre el tema, unos más apasionadamente que otros según
lo de cerca que el problema les tocara. Que la pobre chica no hubiera tenido
más guía que el orfanato para aprender lo que estaba bien en la vida ya era una
pena, pero tampoco era de recibo estar esperando turno por ver si se le
antojaba tu propio marido.
Y así
estaban las cosas cuando Eva conoció a Sebastián, el nuevo párroco destinado al
pueblo. Era joven y llegaba sin ideas apolilladas prendidas de la sotana, con
ganas de innovar las rancias costumbres que su predecesor, ahora jubilado,
había hecho ley. Tenía tantos proyectos, tantas ganas de
ayudar y se sentía tan cerca de su congregación, que no tuvo ningún reparo en
confraternizar con ellos desde el primer momento y hacerse cargo de todo lo que
les atañía y preocupaba. Eso, como bien pudo advertir muy pronto, incluía a
Eva. Ciertamente él no dejaba de ser un excelente candidato: podía decirse que
estaba comprometido con su trabajo y casado con la Iglesia.
Y así, con
amplitud de miras y buena voluntad, el problema quedó felizmente resuelto para
todos en aquel lugar. La generosa intervención de Sebastián, animado siempre por sus
devotas feligresas, proporcionó paz y sosiego al pueblo en lo que a Eva y sus
hombres respectaba.
Colorín
colorado, este cuento de disparate se ha acabado.
Julia C.
Código 1510125452947
Fecha 12-oct-2015 11:50 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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