lunes, 12 de octubre de 2015

Los hombres de Eva

Hombres-Eva


Eva nunca había tenido marido propio. Ella, por alguna extraña razón, prefería compartir los de las demás.

La primera vez todos dijeron que son cosas que pasan, que la vida a veces juega malas pasadas. La segunda se asombraron pensando que ya era casualidad que volviera a suceder. Pero cuando Eva se enamoró perdidamente (ella no sabía enamorarse de otro modo) del tercer casado, no hubo quien tuviera dudas: a Eva solo le interesaban los hombres que llevaban alianza.

Bien mirado no tenía nada de malo que ella siempre se fuera a encandilar de hombres comprometidos que ya pasaron por la vicaría y que hasta hijos habían traído al mundo; lo realmente penoso de la situación es que sobre cualquiera que ella posara interesada sus ojos ámbar, caía sin remisión a sus pies y perdía todo sentido de la prudencia, la responsabilidad y hasta del decoro.

Paseaba las calles del pueblo ajena a lo rotundo de sus caderas, con el cesto de los mandados al brazo, y así subía las cuestas empedradas con una gracia y desparpajo que provocaban vértigo entre los caballeros. La mayoría la saludaban respetuosos, ya que el deseo por ella no les hacía olvidar que la habían conocido desde pequeñita. Pero había otros, los nuevos en el lugar, que se la comían con los ojos sin disimulo y que le regalaban requiebros de dudoso gusto. En esos casos Eva agachaba la cabeza y apretaba el paso para deleite de las pupilas posadas en sus nalgas y sus primorosos tobillos.

Las mujeres del pueblo no estaban contentas, cómo podían estarlo. Aunque los romances de Eva no duraran más que unos pocos meses no era plato de gusto ni ellas se sentían a salvo. Y lo más curioso del caso es que lejos de odiarla, el cariño que les inspiraba la pobre huérfana chocaba de frente con el celo por conservar a sus maridos a buen recaudo. Que ellos terminaban volviendo a casa era verdad, y también que ella, una vez acabada la historia, se lamentaba de corazón, con lágrimas en los ojos, y pedía perdón cuantas veces hiciera falta. Pero al tiempo volvía a suceder y otro casado se enredaba en las faldas de Eva y Eva en sus brazos.

En la plaza del pueblo se formaban corrillos casi a diario y todos opinaban sobre el tema, unos más apasionadamente que otros según lo de cerca que el problema les tocara. Que la pobre chica no hubiera tenido más guía que el orfanato para aprender lo que estaba bien en la vida ya era una pena, pero tampoco era de recibo estar esperando turno por ver si se le antojaba tu propio marido.




Y así estaban las cosas cuando Eva conoció a Sebastián, el nuevo párroco destinado al pueblo. Era joven y llegaba sin ideas apolilladas prendidas de la sotana, con ganas de innovar las rancias costumbres que su predecesor, ahora jubilado, había hecho ley. Tenía tantos proyectos, tantas ganas de ayudar y se sentía tan cerca de su congregación, que no tuvo ningún reparo en confraternizar con ellos desde el primer momento y hacerse cargo de todo lo que les atañía y preocupaba. Eso, como bien pudo advertir muy pronto, incluía a Eva. Ciertamente él no dejaba de ser un excelente candidato: podía decirse que estaba comprometido con su trabajo y casado con la Iglesia.  

Y así, con amplitud de miras y buena voluntad, el problema quedó felizmente resuelto para todos en aquel lugar. La generosa intervención de Sebastián, animado siempre por sus devotas feligresas, proporcionó paz y sosiego al pueblo en lo que a Eva y sus hombres respectaba. 

Colorín colorado, este cuento de disparate se ha acabado. 

Julia C.

Código 1510125452947
Fecha 12-oct-2015 11:50 UTC
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