Lo primero que recuerdo de ella cuando la pienso siempre es su silueta
a contraluz. Los amplios ventanales del Centro Comercial quedaban a su espalda
y le dibujaban un fondo de vidrio y sol para que su ceñido vestido, de
intrincadas figuras geométricas, resultara hipnótico.
Habíamos sido buenas amigas en la facultad, pero como tantas veces pasa,
la vida nos había llevado por caminos diferentes después. Distintas salidas
laborales a nuestros estudios y distintas ciudades donde ejercer habían
terminado por separarnos emocional y físicamente. Alguna postal por el
cumpleaños, una felicitación en Navidad, llamadas de teléfono esporádicas; poco
más había alimentado nuestra relación en esos años en que la juventud iba
quedando atrás y nos íbamos convirtiendo en mujeres maduras. Precisamente por
eso, porque ese mes ambas cumplíamos los cuarenta, decidimos aprovechar que un
asunto de trabajo la traía a mi ciudad y quedamos al fin. Aprecié el detalle de
que me lo propusiera a pesar de lo apretado de su agenda; siempre su agenda.
No recordaba tan negro su cabello, seguramente porque ahora estaba
teñido, pero seguía conservando indemnes su andar grácil y esa sonrisa angelical
que contradecía por sistema lo pícaro de sus ojos verdes. Siempre la había
considerado hermosa y sin duda seguía siéndolo. Mucho.
No eran horas, apenas las doce del mediodía, pero decidimos tomarnos un
Martini para romper el hielo y celebrar nuestro encuentro como merecía. Por los
viejos tiempos, por todo lo que habíamos compartido, por la prolongada ausencia
en la vida de la otra. Era de esperar que nos contáramos lo necesario para
ponernos al día, dándonos aburridos detalles quizás de nuestra reciente
biografía, pero Eva llevó inesperadamente la conversación por otros derroteros
bien diferentes.
Apenas terminaba de saborear con deleite la guinda roja que hacía juego
con sus labios, cuando me dedicó un suspiro desidioso y comenzó a hablarme de
su reciente ruptura sentimental. Ni siquiera sabía que tenía pareja y, aunque nunca
habíamos sacado el tema, yo intuía que se trataba de otra mujer. Bueno, quizás
sea algo hipócrita por mi parte decir que lo intuía. Aún recordaba, como en un paréntesis
a salvo del tiempo, de razones o de juicios, sus besos y sus lascivas caricias
aquella noche de hacía tantos años. Lo sabía, claro que lo sabía, pero no había
querido pensar en ello; tal vez hubiera tenido que reconocer que me gustó más
de lo que quería admitir y que lo había echado de menos en algún descuido. No
sabía bien qué rumbo había tomado en lo personal la vida de Eva, pero en mi
caso imperaba lo convencional y lo políticamente correcto. No había lugar para
ciertas distracciones.
Eva no es de esas mujeres a quienes se puede consolar, no lo permite.
Es fuerte y está acostumbrada a pelear sus batallas hasta las últimas
consecuencias, así que me limité a brindarle mi atento silencio y alguna
caricia leve que ni pude ni quise evitar. La discreta penumbra del local, el
sutil toque de su perfume flotando en el aire y los crecientes efectos de la
bebida invitaban a la intimidad. Intenté lamentarlo por ella, pero lo cierto es
que su pena parecía más bien una pose. Así era la mujer fatal que a ratos
habitaba en mi querida amiga.
Después de dos copas, ligeramente achispadas y felices de habernos
reencontrado, decidimos dar una vuelta por las tiendas del Centro Comercial. Teníamos la intención
de hacernos un regalo de cumpleaños anticipado, algo extravagante que nos
reconfortara de la rutina diaria y nos hiciera sentir jóvenes, guapas y dueñas
del futuro de nuevo.
Después de curiosear por varios establecimientos la llevé a mi boutique
favorita; supongo que quería impresionarla. La regentaba Sonia, una pelirroja
con buen ojo para la ropa y las personas, capaz de hacerte comprar incluso en
el estado más penoso de tu cuenta bancaria o de tu ánimo. Después de las
debidas presentaciones y de echarnos unas risas a costa de nuestra buena
disposición a salir de allí convertidas en divas, nos enseñó la mercancía
recién llegada, nos asesoró sobre estilos y colores y nos abrió el probador
VIP. “Sin prisa, chicas, elegir bien es un arte”, dijo tras guiñarnos un ojo y
retirarse a atender a otras clientas. A partir de ahí tuve la sensación de que
los acontecimientos se precipitaban como el agua de una cascada.
Eva nunca ha sido pudorosa, y antes de que terminara de cerrar la
puerta, ya estaba en ropa interior frente al espejo. No pude evitar fijarme, llevaba
un delicado conjunto de La Perla en color rosa palo que más parecía acariciar
sus curvas que cubrirlas. Se miraba interesada, como si no se hubiera visto en
tiempo, y tras ladear la cabeza en señal de duda, tomó mi mano y la llevó a su
cadera. “¿Tú crees que aún estoy lo bastante dura como para no dar asco?”. No
pude evitar reírme con la ocurrencia y le aseguré, confieso que algo turbada
por su contacto, que estaba más buena que un queso. Era una broma, una forma de
animarla. También era el sorprendente pensamiento que me asaltó. Se giró
complacida en su ego y rozó juguetona la punta de mi nariz con la suya. De
repente parecía que aquel probador tenía la calefacción a tope.
Algo confusa y tratando de no darle importancia al gesto, me metí un
escotadísimo vestido sin mangas que jamás me atrevería a llevar en público. No
hizo falta que le pidiera opinión a Eva, al primer vistazo resopló horrorizada
por lo mal que me quedaba. Con su habitual diligencia se colocó delante mía, me
rodeó con sus brazos y manipuló el cierre del sostén hasta soltarlo. “Esto se
lleva sin, y con algo más ligero aquí abajo”. No solo me había despojado con
total naturalidad del sujetador, sino que dejaba reposar las manos en mis
nalgas sin ambages, dando a entender que mis braguitas tampoco eran las
adecuadas para aquel modelo.
Creo que ambas fuimos conscientes al mismo tiempo de lo cerca que
estábamos, y también del deseo que sentíamos. La proximidad de su aliento me
erizaba el vello y ella no parecía inmune al tobogán de mi escote, fija la
mirada en él y ligeramente agitada la respiración. Con el primer beso de su
boca quedó aplazado cualquier rastro de cordura o comedimiento de la piel.
No consigo recordar si finalmente compramos algo o si conseguimos tener
un aspecto “respetable” al salir de aquel cuartito, pero sí los esfuerzos por
ser silenciosas mientras nos regalábamos y demandábamos placer mutuamente. Visto
en perspectiva me atrevería a asegurar que no fue su primera vez; a Eva siempre
le gustaron las emociones fuertes.
Hoy hace ya unos años de aquel episodio y no he vuelto a verla, cosas
de su agenda, pero al menos mi vida y mi familia parecen en orden, a salvo de
aquellas horas que pasamos juntas en aquel probador y más tarde en su
habitación de hotel. Supongo que debo conformarme con el regalo de su recuerdo
y la tortura de unas cuantas dudas.
Julia C.
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