Sentada en el sofá azul de la salita simulaba que
escribía, pero en realidad acariciaba las teclas de su portátil con desidia,
sin el orden necesario para componer un texto. De vez en cuando se dejaba ganar
por la distracción sin disimulos y giraba la cabeza, buscando con los ojos y el
alma fuera de la casa, en la terraza. No miraba los edificios de enfrente,
miraba el espacio en sí, limpio e inconsistente, vacío de preocupaciones y
dolor.
Había pretendido que todo siguiera igual, que las rutinas
volvieran a instalarse en su vida rota en un plazo de tiempo insuficiente; estaba
pagando el precio. Lejos de ser una terapia para la mente, como había supuesto,
escribir era una tarea más que la sobrecargaba y la agobiaba. Más plazos que
cumplir, más necesidad de concentración, más compromisos, más palabras a su
alrededor cuando solo quería dejarse llevar por el silencio. No era por la
reciente ausencia en su vida por la que no terminaba de centrarse, sino por
otra aún más penosa y que era consecuencia de la primera: la suya propia. Sabrina
ya no estaba, no como solía al menos. Se sentía vacío puro.
Algunos de sus lectores comenzaron a decirle que notaban
sus letras diferentes, que sus historias se habían vuelto repentinamente
“oscuras”. Ella aceptaba los comentarios con una sonrisa marchita que nadie
acertaba a interpretar. Si se dejaba ir escribía indefectiblemente sobre la
muerte, cómo no, pero en su afán de jugar al despiste y acallar las críticas, desempolvó
y presentó viejos textos, algo más luminosos, a los que hizo un ligero lavado
de cara. Una pequeña traición a sus fans en aras de la normalidad, aunque le
era imposible olvidar que las cosas no eran normales.
El tiempo pasaba y la escritora, cada vez más apática
respecto a la que había sido la pasión de su vida, sentía que todas sus musas
habían desertado, que sus historias habían renunciado a todo argumento y que el
cursor parpadeando en la blanca pantalla de ordenador ya no era un reto, sino
un dedo acusador que señalaba directo a su corazón. Se le hacía imposible
enfrentarse a él y optó por no seguir intentándolo. Los días de silencio
creativo y las noches de insomnio se acumulaban y terminaron por formar un
montón imposible de esconder bajo la almohada. Seguramente había llegado el
momento de seguir el consejo de su editor y de su propio marido: debía buscar ayuda
profesional. Pero Sabrina se negaba tozuda, no pensaba volver a hablar con
nadie del vacío diminuto y sin embargo inmenso de su vientre. El médico querría
hacerle preguntas y no tenía intención de mencionar en voz alta nunca más el
nombre del hijo que había perdido. Era su forma de preservarle de toda clase de
muerte, de evitar que se contaminara de realidad.
Sin embargo, al cabo de unos cuantos meses y cuando ya
todos la daban por perdida como escritora, unas risas infantiles despertaron a
Sabrina en plena noche. Lo achacó al efecto decreciente de sus somníferos, largamente
usados, pero eran unas risas tan cautivadoras que, lejos de enfadarse, se
deleitó oyéndolas. Cuando cesaron volvió a dormirse sin problema. A la mañana
siguiente no supo decir si habían sido realidad o solo un sueño; el caso es que
se sintió, por primera vez en mucho tiempo, descansada. Adivinó que solo
estaban en su cabeza cuando el extraño suceso se repitió las noches siguientes,
siempre a la misma hora, siempre con los mismos efectos reconfortantes. Si esos
gorjeos de bebé eran un mensaje, no entendía el significado, pero los enfrentó
de la única forma que sabía, sentándose delante de su ordenador y tecleando.
Sabrina escribió sin parar por días, hasta que terminó la
historia de aquel niño que visitaba sus noches y cuyo nombre no había querido
mencionar nunca para extraños. Le había dado una vida de papel y con ello se
había vaciado al fin de todo lo que su torturado interior acumulaba, de su pena
y su desánimo. Por fin superó el bloqueo. Las letras le habían devuelto la paz
y le habían concedido alumbrar el que sería el mayor éxito de su carrera
literaria.
Era pronto para saberlo, pero un nuevo hijo habitaba su
cuerpo.
Julia C.