Siempre
tuvo la sensación de que el agua se llevaba sus pecados y aligeraba el peso de
su conciencia. Quizás fuera porque se llevaba también los restos de sangre que
manchaban su piel.
Descubrir
que la muerte ajena le proporcionaba tanto placer fue una turbadora revelación
a la que se resistió cuanto pudo, pero ¿quién puede anular su propia naturaleza
a fuerza de disciplina y voluntad tan solo? Nadie, o al menos no para siempre.
En
su mente procuraba, eso sí, que las muertes no fueran indiscriminadas, dotarlas
de algún sentido por pequeño que fuese. La mayor parte de las veces no lo
lograba y tenía que admitir con cierto disgusto que no había más razón que su
capricho. Porque la habían mirado con miedo, porque no lo habían hecho, porque
parecían intolerablemente felices, porque era mejor extinguir de raíz su
insulsa tristeza; cualquier excusa valía. Después acallaba sus escasos
remordimientos con una exhaustiva ducha y dejaba que el purificador chorro de
agua la devolviera sin mácula a la realidad, muy lejos de sentirse el monstruo
que en la prensa describían.
Pero
en toda existencia, por pervertida y dañina que sea, puede haber un poco de
luz. Y esta llegó en forma de rosada carne infantil a la vida de Tula. ¿Cómo
era posible que aquella criatura no hubiera llorado mientras ella hacía brotar
a borbotones la sangre del cuerpo de su madre? ¿Cómo era posible que los alaridos
de pavor de su víctima no le hubieran provocado el llanto, ni tan siquiera un
quejido? Lo tomó como una señal.
Tula
decidió llevarse a la niña consigo. Llena repentinamente de ilusión y de
proyectos para un futuro menos solitario y más generoso, vio la oportunidad de
redimirse en parte. Se prometió que le daría a la pequeña lo mejor de sí: la
enseñaría a ser una asesina que nunca pisara la cárcel.
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Alma
no había llorado en aquella ocasión ni lo haría nunca: era sordomuda. Tal
circunstancia, en principio, fue una decepción para su mentora, pero luego
consideró que superar aquella contrariedad supondría un reto aún mayor, y a
ella le gustaban los retos. También el silencio. Además, dado el oficio que
pretendía enseñarle, quizás pudiera convertir su tara en una ventaja.
La
niña recibió su primer cuchillo como regalo de aniversario al cumplir los quince
años. Tula no pretendía que lo usara aún con ninguna persona, quería ser
paciente y hacer bien las cosas, pero era importante que se familiarizara con
su peso, su tacto, su tamaño. La destreza era fundamental a la hora de
sorprender a la víctima y privarla de la oportunidad de gritar. Alma se mostró
entusiasmada de tener su propia arma y salieron a por algunos gatos callejeros
para estrenarla como era debido. Fue una fiesta de cumpleaños inolvidable que
terminó con una ducha bien caliente antes de irse a la cama y plácidos sueños
de animales mutilados. Sí, también eso se lo había inculcado su madre adoptiva,
el gusto por el agua como forma de exculpación.
La
“puesta de largo” oficial tuvo lugar a los dieciocho. La joven estaba bien
adiestrada y ardía en deseos de acompañar a su madre en sus “juegos”, como
eufemísticamente denominaban ellas los crímenes de Tula. Hasta ese momento solo
conocía sus andanzas por las historias que le contaba después. La asesina se
extendía prolijamente con los detalles, llena de emoción, como quien imparte
una clase magistral. Pero a Alma todas aquellas explicaciones se le antojaban tediosas
y faltas de color. Ambas dominaban con soltura el lenguaje de los signos, pero
aun así sentía que no podría compartir plenamente el sentimiento hasta que no
lo viera con sus propios ojos y lo hiciera con sus propias manos. Estaba
impaciente.
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Todo
fue bien, destriparon a aquel banquero gordo y rubicundo con deleite, disfrutando
cada segundo. No tenían miedo a ensuciarse con la sangre o las vísceras, ya tomarían
un baño después, y disfrutar de aquella tibieza que se extinguía por obra y
gracia de sus cuchillos las acercaba al éxtasis.
Aquel
acto fue una verdadera comunión entre madre e hija, la culminación de un
proceso lento y retorcido en el que el sufrimiento y la muerte de otro selló definitivamente
su complicidad y su mutuo amor. Alma estaba agradecida por la oportunidad, se
sentía plena y decidió que ella también le haría un regalo a su madre esa
noche.
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Tula
dormía y no tuvo tiempo de reaccionar. Con un movimiento rápido y certero, como
le habían enseñado, Alma le seccionó a su madre la lengua de un tajo. Después
le sonrió, le acarició la mejilla cubierta de sangre y fue a dormir. Ni
siquiera sintió ganas de tomar una ducha.
Ya
había entregado su regalo, el silencio absoluto y exquisito en el que ella
vivía desde siempre.
Julia
C.
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