miércoles, 15 de marzo de 2017

Gina (II)



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La semana se presentaba ajetreada; una tras otra todas las hojas de su agenda mostraban citas importantes con jefes y clientes. La campaña publicitaria para el lanzamiento de la nueva fragancia, de la que Alberto era el máximo responsable, debía estar lista dentro de un plazo de tiempo muy concreto. No había tiempo que perder ni pizca de creatividad que desperdiciar, pero el caso es que él tenía la cabeza en otra parte desde la noche en que conoció a Gina.

En realidad no estaba dispuesto a admitir que su interés iba más allá de la mera curiosidad, así que en el transcurso de sus indagaciones inventó todo tipo de excusas que ni él mismo llegó a creerse. Removió cielo y tierra, con disimulo primero y con más descaro después, para conseguir su número de teléfono. Al fin la suerte se puso de su parte y logró que sus amigos, previas mofas, le facilitaran una forma de contacto y un pretexto: Carlos, su mejor amigo, había encontrado el estuche de las lentillas que Gina había perdido. Al parecer estuvo en el cuartito que hacía las veces de camerino con cierta rubia escultural que no pudo resistirse a sus encantos. Después de todo era una fiesta, ¿no? –argumentó Carlos ante el ceño fruncido de Alberto.

Gina no pertenecía a ninguna agencia conocida, sino que había sido una recomendación de una amiga de un amigo de un compañero de no se sabía bien quién; de ahí la dificultad en localizarla. El caso es que cuando vieron su book les pareció perfecta para embromar al homenajeado y acabaron contratándola. Quién iba a imaginar que tendría aquel efecto sobre el “dandy” sin corazón que hasta ese momento había sido Alberto.

A pesar de tener el número no fue fácil hablar con Gina; ella no le prestaba mucha atención al teléfono móvil, y menos si la llamaban desde un número desconocido. En plenos exámenes del conservatorio y teniendo que trabajar para costearse los estudios, no le quedaban ni ganas ni tiempo para distracciones. Disciplinada, trabajadora y con sus metas claras, así era Gina. Aunque las normas establecían que no hubiera citas con los clientes fuera de los eventos programados, la perspectiva de recuperar sus lentillas fue un incentivo más que suficiente. Se citaron a las siete en una cafetería del centro.

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Los “niños pijos” siempre le habían dado urticaria, los detestaba por principio. No es que en su entorno frecuentara personalmente a muchos, pero en su cabeza todos eran unos guaperas engreídos que tenían la vida resuelta sin esfuerzo gracias a las chequeras de papá. Más interesados en las apariencias que en las verdaderas esencias de las personas, le resultaban superficiales y vacíos, unos inútiles de cuidado que creían que podían tener todo lo que desearan solo por ser quienes eran. Con esa forma de pensar no es de extrañar que Gina acudiera a la cita investida de toda la dignidad que pudo reunir y con la guardia bien alta, por si acaso tenía que poner en su sitio al tal Alberto. Si aceptó compartir un café fue tan solo porque en la calle hacía un frío espantoso, porque tenía hambre (ella casi siempre tenía hambre) y porque aquel tipo se había ofrecido a invitarla. Bueno, quizás también porque su sonrisa le había parecido acogedora.

 
El local, de luz cálida y bien acondicionado frente a lo intempestivo del clima, invitaba sin duda a la charla. Después de algunos balbuceos y tropiezos iniciales con las palabras, de algunos silencios más llenos de curiosidad mutua que de incomodidad, la conversación fluyó con total naturalidad. Tras dos capuccinos él concluyó que ella era encantadora, no muy guapa pero sí increíblemente interesante; y ella que él era la excepción a todos los niños pijos del mundo: un tipo culto, atractivo e inteligente que trabajaba tanto o más que ella para lograr lo que quería. Nada que ver con el ligón de playa que había imaginado. A ratos las miradas se les quedaban enredadas sin querer, verde contra avellana, y perdían unos segundos el hilo de lo que estaban diciendo. Gina no podía evitar acariciar las puntas de su pelo cuando advertía que él estaba mirando su boca, por más que sabía que ese gesto denotaba inseguridad. No le importó mostrar su vulnerabilidad al comprobar que él daba vueltas al sello de su dedo anular de forma incesante cada vez que ella le sonreía. Estaban en paz, le pareció a ella.

Todo estaba yendo muy bien, estaba siendo un encuentro realmente agradable y prometedor hasta el mismo instante en que Alberto,  sintiendo que ya tenía la confianza suficiente con ella, le preguntó por qué se marchó llorando la noche de su cumpleaños. Como en un fastidioso déjà vu a Gina volvieron a inundársele los ojos de lágrimas. Ni podía ni deseaba hablar del tema por la impresión que le causaba, así que le dió las gracias a Alberto, se despidió apresuradamente de él y, tomando su abrigo, salió a toda prisa de la cafetería. 

La temperatura había bajado más aún y sintió la humedad en su rostro como una bofetada helada. 

Julia C. 

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