Nunca
hasta ese momento, su cumpleaños número treinta y seis, había experimentado
otra cosa que sucedáneos del amor. Decía que no podía renunciar a la libertad y
a la juventud atándose a una única mujer, así de sencillo, y se entregaba sin
reservas al sexo tomado al vuelo, a veces salvaje y apasionado, a veces dulce y
tierno. No llegaba a echar nada de menos porque no le faltaban compañeras con
las que interpretar guiones de tintes tan románticos que casi parecían reales.
La idea de una relación perfecta, mientras duraba, estaba presente con cada
conquista, pero también la fecha de caducidad inexorable.
Lo
cierto es que no engañaba a nadie, tan solo interpretaba el papel que se le
requería para hacer de cada idilio algo maravilloso, aunque también premeditada
e inevitablemente perecedero. Era atractivo, tenía éxito y tenía dinero; actuar
de otro modo hubiera sido una locura según él.
Fueron
muchas las que se cruzaron en su camino antes que Gina, y un buen puñado las
que se hubieran quedado a su lado para probar suerte y tirar los dados de la
convivencia a largo plazo. Pero su momento no había llegado aún y cuando la
chica salió de la enorme tarta de cumpleaños, él estaba soltero y sin
compromiso.
No
era especialmente guapa, pero tampoco fea, y su cuerpo, de redondeadas y suaves
curvas, no era el de una top de moda al uso. Tampoco es que fuera la más
habilidosa sobre unos tacones de aguja. De hecho a punto estuvo de tropezar al
salir del aparatoso envoltorio en el que se encontraba oculta. Suerte que,
acostumbrada a ese tipo de percances, era una experta de la improvisación: consiguió
salir airosa del trance con una extravagante reverencia.
Por
raro que parezca ninguno de estos pequeños desastres pudo impedir que Alberto
se sintiera atraído por ella al instante. En comparación con las muchas “barbies”
que habían pasado por su vida, aquella insensata era como un soplo de aire
fresco.
En
cuanto terminó de recuperar el equilibrio, Gina trató de ubicarse y localizar
al destinatario de sus “encantos”. Ni idea de quién podía ser si no le daban
una pista, había perdido el estuche con las lentillas mientras se cambiaba en
aquel cuchitril que le adjudicaron como camerino.
Cuando
sus miradas al fin se cruzaron, Alberto sintió pura magia, como si la chica
mirara más allá de sus ojos, en su interior. Ella en cambio sintió alivio; el
que la observaba insistente con una corona de plástico en la cabeza tenía que
ser la persona que buscaba. Sonrió dulcemente a modo de disculpa y maldijo para
sí su mucha miopía.
Como
en trance a partir de ese momento, a Alberto se le antojó fascinante todo lo
que tenía que ver con Gina. Le pareció que estaba preciosa con la lacia melena
castaña algo despeinada, un pequeño churrete de carmín emborronando el perfil
de sus labios y ese bikini de lentejuelas azul cielo que a todas luces le
quedaba media talla pequeño. Jamás había visto nada tan auténtico ni tan
encantador, y jamás hubiera sospechado que sus amigos habían elegido a Gina
como una broma, precisamente por ser la chica de la agencia que mejor encarnaba
la antítesis de sus gustos.
El
baile no estuvo del todo mal; nadie notó que se equivocaba varias veces en la
coreografía que había preparado días antes. Pero lo mejor, lo verdaderamente
bueno de la actuación, llegó cuando entonó la canción de felicitación para el
cumpleañero. En ese momento y ante su deliciosa voz todos callaron, incluso los
que ya llevaban rato riéndose de ella. Al fin y a la postre la chica sí que
tenía talento. Gina, muy satisfecha con la atención de su público, se dejó
convencer para cantar un par de piezas más. Después, con gran dolor de pies y
mucho que estudiar aún para su examen de solfeo, se dispuso a marcharse.
Pero
Alberto quería saber algo más de ella, quería conocerla, así que se apostó a la
salida del local y la esperó pacientemente. Iba bien pertrechado con una
botella de vino y dos copas. Confiaba en su atractivo y estaba seguro de que
Gina no se negaría a brindar con el anfitrión por un feliz aniversario. Se
equivocaba.
La
chica pasó como una exhalación a su lado, sin levantar apenas la cabeza, y en
los diez segundos que él tardó en reconocerla bajo su gorro de lana fucsia y su
enorme abrigo negro, ella ya se había alejado. Lo que más le desconcertó es que
lucía también evidentes cercos de rimel bajo los ojos, como si hubiera estado
llorando.
Alberto,
bastante decepcionado, volvió dentro y pasó el resto de la noche cavilando sobre
lo que podía haber sucedido y rememorando el delicioso olor a vainilla que ella
dejó tras de sí…
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