Yo sabía que él adoraba mi perfume. Se lo
notaba en el entreabrir involuntario de los labios, en la forma en que
ensanchaba sus fosas nasales para empapar su cerebro y sus fantasías de aquel
olor, en cómo entornaba los ojos como persianas perezosas cuando estaba cerca
de mí. A pesar de todo siempre se mostró en extremo respetuoso y, salvo
aquellas manos crispadas de nudillos blancos, nada más que mi experiencia con
los hombres podía delatar su forzada contención.
Supongo que a estas alturas ya no importa lo
que piense nadie, así que no tengo reparos en confesar que durante un tiempo
Eduardo fue mi vecino y mi juguete favorito, la fuente involuntaria de una
autoestima perversa que había quedado maltrecha tras muchas infidelidades por
parte de mi expareja. Ahora estaba sola, pero no renunciaba a una venganza
estúpida en la persona de quien menos culpa tenía de mi situación.
Recuerdo que me encantaba invadir su espacio con
cualquier pretexto cuando nos encontrábamos en el rellano y nos deteníamos a
charlar unos instantes; o cuando coincidíamos en el ascensor. Nunca nos
faltaron ocasiones porque a pesar de la timidez de “Edu” (con ese diminutivo
pensaba en él cuando desabrochaba un botón más de mi blusa al salir de casa)
era un tipo simpático y cordial siempre dispuesto a intercambiar unas palabras.
A veces inventaba pelusas en su solapa para rozarle levemente, o algún insecto
imaginario acechando el cuello de su camisa. Tampoco dejé de hacerle caricias a
su inseparable perro a sabiendas de que inclinarme hacia delante dejaba a la
vista una porción de mi ropa interior; ni de darle la espalda con un
intencionado contoneo de caderas al despedirnos. Todas esas pequeñas cosas disfrutaba
a su costa, aunque lo que más me gustaba era agitar mi abundante melena negra mientras
me miraba embelesado. Confiaba en aventar su deseo como la brisa un incendio. Lástima
que fuera tan certera.
No estoy orgullosa de mi conducta pero
prometo que para mí se trataba solo de un divertimento inocente, de poner una pizca
de pimienta a mis días por entonces algo grises. Aquel coqueteo me hacía sentir
bien, aunque también es verdad que nunca me paré a pensar cómo le hacía sentir
a él.
Todavía recuerdo el escalofrío que me sacudió
el día que mi compañera de trabajo me mostró la foto del periódico. “Mira,
Sandra, es igualita a ti”. Y ciertamente lo era, solo que ella estaba muerta. Fue
un crimen terrible, todo el mundo hablaba aquellos días del psicópata que había
torturado y violado sin compasión a una mujer tan parecida a mí que hasta mi madre
me llamó llorando cuando leyó la prensa.
Dos semanas después de la noticia, cuando mi
ánimo comenzaba a serenarse, volví a coincidir con Eduardo. Me sorprendió lo
mucho que parecía haber cambiado: no había rastro de las gafas o de su
inseparable mascota, lucía una inusual barba de varios días y cercos oscuros alrededor
de sus profundos ojos grises. Nunca había reparado en ellos tras las lentes, igual
que nunca le había visto aquel tatuaje en forma de “S” en el cuello. Tuve un
mal presentimiento, al instante supe que las reglas del juego habían cambiado y
que el tipo inseguro y tímido al que yo podía tentar sin consecuencias había
desaparecido. Su forma de recorrerme con la mirada, torciendo la boca en una
media sonrisa obscena, me dio miedo. Y qué decir de su propuesta para cenar
juntos al día siguiente: me erizó el vello de todo el cuerpo. Jamás hubiera
creído posible que se atreviera a tomar la iniciativa, pero allí
estábamos, él apoyado en la pared del
ascensor, tan cerca de mí que podía sentir su aliento, y yo atrapada en el
hueco minúsculo que formaban las paredes de la cabina y su cuerpo. Tuve la clarísima sensación de correr
peligro, y no creo que fueran paranoias mías. No sé si Eduardo siempre había
sido un depredador y solo había estado jugando conmigo o si fui yo, con mi
insensatez y mi inconsciencia, quien despertó a la bestia furiosa y frustrada que
llevaba dentro.
Ya lo dije, tengo experiencia con los
hombres, así que conseguí mantenerme en pie a pesar del temblor de rodillas y acepté
el encuentro fingiendo entusiasmo, siguiéndole el juego lo mejor que pude. Creo
que estuvo a punto de besarme, me tenía por entero a su merced y se notaba que lo
disfrutaba, pero se limitó a hundir su nariz entre las hondas de mi pelo y a
aspirar profundamente. Cuando nos despedimos su expresión prometía toda clase
de “atenciones”, precisamente de aquellas que ninguna mujer en su sano juicio
querría recibir. Esa misma noche recogí mis cosas a toda prisa y dejé el apartamento
procurando no dejar rastros: era puro instinto de supervivencia.
Sigo esperando noticias de Eduardo en los
diarios de la mañana. Sé cómo me miraba aquel día, sé que estará furioso por mi
huida y sé que alguna otra chica acabará por pagar las consecuencias…
Julia C.
Este relato ha obtenido una mención honorífica al quedar en quinta posición en el concurso "El Tintero de Oro" en su convocatoria del mes de septiembre.
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