Una hermosa pátina dorada recubría las superficies de la
ciudad a esa hora salvajemente luminosa de la tarde, aunque Esteban no podía
apreciarla; él ya no veía más allá de la fría oscuridad de su tristeza. Hubo un
tiempo en el que pretendió exiliarse para siempre en el verano de un calendario
imaginario, hizo lo imposible, pero la realidad terminaba por imponerse y cada
nuevo infortunio acaecido en su vida le acercaba más al invierno definitivo. Su
optimismo desertó al fin, agotado, y sus ganas de volver a intentarlo, por
enésima vez, no dejaron tras de sí más que un reguero de lágrimas resecas.
No era necesario, pero había dispuesto un banquillo para
salvar el obstáculo de la baranda, demasiado baja en cualquier caso para
ofrecer la suficiente y necesaria protección. No importaba, él no quería
protección, él quería poder encararse con la Muerte, pedirle cuentas a voces,
reírse con ganas de ella si podía y después desafiarla arrojándose al vacío. No
sabía si le ganaría la mano, pero al menos terminaría con los patéticos
estertores de su propia existencia, con tanta angustia y confusión en su
interior, con ese carrusel de médicos a su alrededor que trataban de
reconducirle hacia la felicidad y hacerle “ver la luz” en un intercambio sin
fin de pastillas y dinero.
Justo cuando consiguió encaramarse al dichoso banquillo
sin perder el equilibrio y sufrir un “accidente”, el edificio de enfrente se
interpuso entre los rayos de sol y su rostro; el cambio en la intensidad de la
luz le provocó un parpadeo y le sacó del trance. Miró su reloj de forma
instintiva y, comprobando que eran las seis, recordó que era la hora de su
antidepresivo.
Tendría que dejar para otro día su duelo a Vida con la Muerte…
Julia C.
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