Su ascendencia, mitad india y mitad británica, encerraba
la promesa de una belleza exótica y subyugadora. Sin embargo, en esta ocasión,
la genética no había llevado a cabo la mejor combinación posible y no pasaba de
ser una chica de aspecto corriente. Esa fue al menos mi primera impresión al
verla, aunque más tarde me vería obligada a cambiar de parecer. No estaba
decepcionada, o tal vez sí, pero igualmente pensaba quedarme a la cita.
Elegimos para sentarnos uno de los amplios sofás del pub,
justamente ese que por su estratégica situación resultaba más que discreto.
Estoy segura de que mientras nos quitábamos los abrigos entre comentarios
intrascendentes y sonrisas amables, ella me estudiaba del mismo modo en que lo
hacía yo: con disimulo pero con franca curiosidad, calibrando curvas y
suavidades, sopesando posibilidades bajo
la ropa.
─Un
café para ella y un té con leche para mí, por favor.
La conversación adquirió casi desde el primer momento
tintes personales y, de forma fluida y natural, nos fuimos contando cosas de
nuestra vida, poniendo en palabras las circunstancias que nos habían llevado a
ambas a ese encuentro, expresando los motivos que nos habían inclinado a una
búsqueda que seguramente pocos entenderían y en la que internet había resultado
de gran ayuda. Ella era una mujer asombrosamente clara y desinhibida, con experiencia.
Yo me sentía un poco torpe a su lado, como la novata que era en esas lides, pero
no pensaba negarme la oportunidad de hacer realidad mi deseo, a menos que ella
se opusiera, claro, y hasta el momento no tenía indicios de que eso fuese a
suceder.
La charla prosiguió salpicada de sutiles guiños, de roces
ocasionales, apenas perceptibles, de las manos o las rodillas, de miradas que
pretendían sin resultado desasirse del escote o la boca de una u otra; nuestros
cuerpos tendían a aproximarse para compartir confidencias y olor a perfume. Sin
embargo nadie habría sospechado al vernos que éramos algo más que dos buenas
amigas tomando un refrigerio; la corriente magnética y la expectación que nos
envolvían solo eran perceptibles para nosotras.
Su valiente punto de vista sobre cada tema, su energía
arrolladora y la determinación absoluta de vivir su vida al margen de
convencionalismos sociales, hacían honor a su bonito nombre, Naisha, que según
me dijo significaba “especial”. Ya lo creo que lo era: la mujer que se traslucía
bajo aquel vestido ceñido de estampado imposible se me antojaba única y, para
qué negarlo, mucho más atractiva que al principio de nuestro encuentro. Ella
era preciosa por dentro y yo empezaba a pensar que había encontrado a la
persona indicada, que mi idea no era un puro disparate o una fantasía
irrealizable y que saldría bien después de todo.
No hubo necesidad de mucho más; Naisha era en extremo
inteligente y perceptiva y supo que estaba todo decidido. En un momento dado
llamó al camarero, pagó la cuenta y me ofreció visitar el cercano centro
comercial. Teníamos que comprar algo acorde a la ocasión. Con aquel gesto ambas
consentíamos en validar nuestro acuerdo definitivamente y dábamos sobrado
consentimiento.
Visitamos varias tiendas de lencería y se probó los conjuntos
que yo le sugerí traviesamente: encaje, transparencias y colores pastel estaban
entre mis favoritos. Su invitación para pasar con ella al probador me pilló un
poco desprevenida, pero acepté encantada. Eso me dio la oportunidad de comprobar
que todas las prendas se ajustaban maravillosamente bien a sus curvas color
canela. Naisha no tenía ya el cuerpo de una veinteañera, cierto, pero eso
tampoco le hubiera complacido a Andrés; de sobra conocía yo sus gustos. En su
espléndida madurez ella seguía siendo una mujer muy apetecible, el perfecto
regalo de cumpleaños que yo pretendía hacerle a mi marido.
─Nos llevamos el conjunto color aguamarina, gracias. ─Las dos sonreíamos con complicidad
mientras la dependienta pasaba solícita la tarjeta de crédito por el datáfono─. Ni siquiera miré el importe antes de firmar el recibo. Mi ilusión, y
esperaba que también la de él, no tenían valor económico.
Ya en la puerta nos despedimos con un afectuoso beso
en la mejilla; había resultado una delicia pasar la tarde con Naisha. Según
nuestro acuerdo no hablaríamos jamás, bajo ninguna circunstancia, de aquel
encuentro ni de sus consecuencias inmediatas, pero nos volveríamos a ver
pronto. Su pareja celebraba aniversario en unas semanas y entonces sería mi
turno para cumplir la parte del trato que me correspondía. Solo esperaba poder
resultar un regalo tan tentador como lo era ella.
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