Se atareaba en encontrar algo
adecuado que ponerse para la ocasión, revolviendo cajones y examinando perchas
de armario borrosas por las lágrimas. Pero no lograba concentrarse.
La noticia había sido
repentina y nunca hubiera alcanzado a imaginar lo que le afectaría. Después de
todo hacía años que no se hablaba con su padre, un hombre excesivamente rígido
y protector que no estaba dispuesto a permitirle vivir su propia vida y mucho
menos correr detrás de sus “ridículos” sueños. Intentarlo, papá, eso es todo lo
que yo quería…
Paralizada por aquel tropel
de sentimientos que nunca le expresó, se enfrentó a la gran luna de espejo que
presidía su dormitorio. Fue como reencontrarse, después de mucho tiempo, con
una vieja amiga a la que odias y adoras a partes iguales. Habían sido
inseparables durante su carrera de modelo, cómo no, pero después de “aquello”
ella aprendió a guardar las distancias y a base de férrea disciplina cumplió su
promesa de no acercársele nunca más.
Hasta hoy, hoy quería que le
doliera para expiar sus culpas.
El reflejo le devolvió una
imagen que apenas podía reconocer. Su magnífica figura acusaba el lastre
ineludible que la gravedad y los años imponen; el cabello había cambiado los
reflejos dorados por otros de luna desteñida, como testigos mudos e hirientes
del sufrimiento padecido; el mágico destello esmeralda que siempre había enamorado
a los fotógrafos lucía transformado en una arruga profunda de su mirada; y la cicatriz,
por supuesto. Seguía allí, surcando sus mejillas de lado a lado sin piedad.
Son cosas que les pasan a los
que llegan alto, decía aquel artículo de la prensa amarilla. Un admirador
desquiciado, un secuestro, un acto de desesperación al comprender que se la
quitarían. Suerte que había salvado la vida, decían, pero lo cierto es que en
aquellas pocas horas de tortura se había perdido a sí misma.
Los recuerdos le trituraban
el cerebro con despiadada intensidad y el dolor se le había solidificado en los
pulmones impidiéndole respirar. No es que le importara morirse en aquel preciso
instante, pero le había dicho a su madre que acudiría al funeral y no pensaba
fallarle. Apartó la mirada del espejo, apretó los puños y puso en marcha su
inmensa fuerza de voluntad para sobreponerse.
Treinta minutos después
estaba convertida en un “apropiado” espectro negro, pero antes de salir decidió
tener consigo misma una pizca de misericordia: una de sus cápsulas amarillas y
todo sería más llevadero.
El frasco resbaló mientras
intentaba abrirlo, señal evidente de que lo necesitaba, y tuvo que arrodillarse
a buscar bajo la cama. No había rastro del envase, pero encontró otra cosa que
creía perdida hacía mucho tiempo, un libro de citas célebres que le había
regalado su padre en su graduación del instituto. Lo sacó de debajo del
colchón, lo acarició con ternura como a un
viejo amigo y lo abrió al azar tras inspirar profundo: “Lo único que realmente
nos pertenece es el tiempo”, Baltasar Gracián.
La revelación le sacudió el
cuerpo como una corriente eléctrica y tuvo la seguridad de que aquella cita no
llegaba a su vida justo en aquel momento por casualidad. En un milisegundo
comprendió lo equivocada que había estado. Era hora de subsanar sus errores.
Consultó su reloj, aún disponía
de cuatro minutos antes de que vinieran a buscarla, tiempo más que suficiente
para mudar su ropa negra por un vestido de flores que ni siquiera había
estrenado, soltar su añejo moño y pintar de rosa sus labios.
Ahora sí estaba lista para
despedir a su padre y para darse la bienvenida a sí misma.
Código: 1505013989872
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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