Marco sabía que su abuela era
sabia. Tenía que serlo si siempre estaba leyendo libros con muchísimas hojas
que sacaba de la biblioteca del abuelo, el único sitio al que su hermano y él
tenían prohibido entrar sin la compañía de un adulto. En lo demás era como
todas las abuelas, con su pelo canoso, sus arruguitas al sonreír y sus recetas
de tartas maravillosas. Pero la suya, además, era sabia.
El día de notas del segundo
trimestre Marco llegó del colegio muy abatido. A pesar del duro trabajo
desempeñado, no había conseguido pasar con buena nota casi ninguna asignatura y
su boletín era cualquier cosa menos un motivo de orgullo. La abuela, que lo
conocía tan bien como solo el cariño permite, enseguida supo que algo no
marchaba adecuadamente, así que le preparó su merienda favorita y se sentó con
él a la mesa de la cocina.
-
Abuela yo estudio
mucho y siempre atiendo en clase, me porto bien y no meto jaleo nada más que en
el recreo, de verdad.
-
¿Entonces cuál es
el problema, Marco?
-
Las letras,
abuela, son las letras.
-
¿Qué quieres
decir? Explícame eso.
-
Las letras se
mueven en la pizarra, se vuelven de color casi transparente cuando la profe
termina de escribirlas. Y en mi libro también, hacen que me lloren los ojos y me
duela la cabeza.
La abuela de Marco comprendió
de inmediato cuál era el problema.
-
Chiquito mío, ¡tú
necesitas gafas!
-
¿De verdad? ¿Ahora
podré tener unas como las tuyas y leer los libros gordos que lees tú?
-
Bueno, serán unas
gafas adecuadas a tu edad y respecto a los libros, ¡todo se andará!
Marco volvía a estar
contento, qué buena idea había sido contárselo a la Tata, que para algo era
sabia.
-
Pena que voy a
perder la apuesta. Estas notas son un asco y seguro que las de Jaime son la
bomba. Pareceré un tonto y él se quedará con mi tirachinas nuevo. ¡Puag!
-
Eso te pasa por
hacer apuestas, ya sabes que a tu madre no le gusta… pero aun así no es justo
– añadió la abuela tamborileando suavemente sobre el floreado mantel. Al fin y
al cabo Marco era el niño de sus ojos –. ¡Tengo una idea!
La Tata sacó la llave del
bolsillo de su vestido y guiñándole un ojo le invitó a seguirla.
Entraron en la biblioteca abriendo
la puerta despacio, como si temieran sorprender dentro a alguien y quisieran
darle tiempo para que se escondiera. Después le pidió al niño que eligiera un
volumen al azar y Marco tomó uno de tapas rojas.
-
Alejandro Dumas, ¡buena
elección, chiquito! – añadió la abuela con sus anteojos bien colocados sobre el
puente de la nariz –. Veamos qué tiene que decirnos – Y abriendo el libro por
una página cualquiera leyó: “Para todos los males hay dos remedios: el tiempo y
el silencio”.
El crío volvió la carita con
expresión dudosa hacia la anciana.
-
¿Esto nos ayuda
en algo, Tata?
-
¡Claro que sí, es
la respuesta! No diremos nada de este asunto. Yo te compraré esas gafas para
que puedas estudiar como es debido y convenceré a Jaime de que espere al
próximo trimestre para resolver la apuesta. Tu parte es trabajar duro y
remontar estas calificaciones, ¿entendido?
-
¡Claro que sí,
abuela! Ya verás cómo lo consigo.
El resto de la tarde lo
invirtieron en leer a Dumas, que sin saberlo, les había dado una solución al
problema. Desde ese momento y para siempre sería uno de los escritores
favoritos de Marco.
Julia C.
Código: 1505214141161
Fecha 21-may-2015 10:19 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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