I
El mismísimo notario parecía formar
parte del mobiliario, plenamente integrado como estaba al panorama de aquella
rancia habitación. No es que estuviera sucia, es que el paso de los años todo
lo recubre de una pátina invisible de decadencia, incluso aunque la habitación
pertenezca a una mansión y solo los muebles ya cuesten una auténtica fortuna.
Fueron llegando con cuentagotas y
más bien tarde, seguramente temiendo los unos tener que cruzar una palabra con
los otros. Sin duda la lectura del testamento era un reclamo lo bastante
poderoso como para reunir a la familia después de tantos años, pero no por eso
iban a dejar la vieja costumbre de ignorarse o despreciarse entre sí.
La primera en aparecer fue Rose,
una mujer esbelta y sensual como una gata que jamás hubiera pisado un
vertedero. Ya era inmensamente rica gracias a sus ventajosos divorcios, pero no
por eso pensaba dejar de reclamar un solo penique del testamento de su padre
que ella considerara que le correspondía. Vino acompañada de su único hijo, un
adolescente pelirrojo de mirada sagaz y rostro pecoso.
Su hermano John, el mayor de los
tres vástagos del finado, llegó tras ella. Se hacía acompañar de su hierática
esposa, una enfebrecida amante de las operaciones de estética, y de sus dos
hijas gemelas. Lástima que en plena juventud ya compartieran la afición de su
madre por el quirófano.
Y por último se personó en la sala
una extraña pareja que a todas luces desentonaba con el estatus social de la
familia y a la que nadie de los presentes parecía conocer.
El ayudante del notario, siguiendo
una leve indicación de cabeza de éste, cerró por fin las puertas de la
biblioteca. El silencio entre los presentes era pernicioso y espeso.
“Estamos aquí para dar lectura a
las últimas voluntades del Barón Locker. Siguiendo sus instrucciones han sido
convocados todos sus hijos, a excepción, por motivos obvios, del recientemente
fallecido Andrew Locker”.
Rose y John interrumpieron al
notario con una exclamación ahogada y se miraron por primera vez interrogándose
mutuamente con los ojos. ¿Estaba el benjamín de la familia muerto? ¿Cuándo,
cómo, dónde?
“Suicidio, hace dos meses, en esta
misma casa. Se encontraba de visita viendo a su padre y decidió, muy
inoportunamente por cierto, quitarse la vida”, contestó en tono cansino el Sr.
Worsworth. Estaba claramente molesto por tener que interrumpir su discurso para
hacer aquella aclaración.
Hubo conmoción en la sala ante la
noticia, pero nada comparado al momento en que el honorable anciano, cumpliendo
con sus obligaciones, presentó a la sra. Morse y a su hijo Thomas, que a la
sazón era también hermano de ellos. Un desliz del difunto, sin duda, porque el
joven de flequillo rebelde y ojos verdes como pedazos de jade tenía al menos
treinta años.
“¡Intolerable!” es lo único que
acertó a decir John.
“Legalmente reconocido” apostilló
el notario para atajar ese asunto sin más.
A partir de ese momento ya estaban
preparados para oír cualquier cosa. Los secretos de familia bajo la alfombra
parecían haber cobrado vida y correteaban libremente por la sala.
Terminó de leerse un testamento en
extremo minucioso que detallaba a la perfección qué propiedades, títulos y
activos del banco correspondían a cada hijo. Las partes no eran equitativas
desde el punto de vista de John y Rose. Por supuesto ellos consideraban que
Thomas estaba robando la herencia que correspondía a sus hijos y que no era más
que un advenedizo y un oportunista. Nadie los convencería nunca de lo
contrario.
Solo quedó un cabo suelto. Respecto
a la mansión que ocupaban en ese momento y que había sido la residencia oficial
de la familia durante generaciones, se añadía únicamente una nota: la heredará
el único de mis hijos que tiene las manos limpias de sangre.
II
Lo natural hubiera sido que los
tres hermanos hubieran empalidecido ante la sola posibilidad de que alguno de
los otros tuviera un crimen a sus espaldas, como insinuaba su padre en el
testamento. Pero lo cierto es que parecían más bien compugidos, tristes, seguramente ante la perspectiva de ir a perder
ellos mismos ese sustancioso pellizco de la herencia.
El notario, que no en vano era un
hombre de avanzada edad, propuso hacer un receso para descansar y tomar un
refrigerio que anunció ya estaba servido en el salón Bohemia, así llamado por
albergar una notable colección de exquisitas piezas fabricadas con dicho
cristal. Los demás no protestaron, a pesar de que tenían pocas ganas de
confraternizar y muchas de saber cómo habría dispuesto su padre llegar a saber
quién de entre ellos tenía “las manos limpias de sangre”.
John tomó una de aquellas copas de
vino ligero y espumoso y se situó en el dintel de la puerta, muy cerca del
mayordomo, el sr. Kingston. A pesar de su cara de pocos amigos y lo envarado de
su postura, John sentía por él un entrañable afecto. Cuando solo era un niño le
había guardado el secreto de mil travesuras, ahorrándole así temibles
reprimendas de sus padres y convirtiéndose en su cómplice.
-¿Qué tal le va la
vida, sr. Kingston? - No quiso tutearle para salvaguardar la dignidad en el
cargo del anciano.
-Tengo que hablar con
usted, señorito John. Necesito contarte algo terrible que me pesa en la
conciencia.
John se quedó mudo de la sorpresa
ante aquel inusual saludo, pero se recuperó de inmediato. Viviendo en el seno
de su “querida” familia había aprendido desde temprana edad que la información
era poder.
-Espéreme en el
gabinete azul, por favor, voy enseguida.
Cerraron la puerta con llave y sin
sentarse siquiera, el sr. Kingston comenzó su historia. Era la primera vez en
su vida que John le veía preso de tal ansiedad y nerviosismo.
“El día que vino su hermano, el
señorito Andrew, el servicio tenía la tarde libre por expreso deseo de su
padre. Supusimos que quería disfrutar de la compañía de su hijo en privado, así
que dejamos todo dispuesto para una cena fría y sobre las cinco y media todos
dejaron la casa. Yo lo habría hecho también de no ser por un leve catarro que
comenzaba a manifestarse. En aquel momento no quise importunar al señor con tal
nimiedad y no le dije nada; me limité a retirarme a las dependencias del
servicio y a permanecer allí.
Tenía intención de acostarme
pronto, pero antes, sobre las diez, quise asegurarme de que el Barón no
necesitaba nada. Subí arriba y sin poderlo evitar oí cómo discutía con su hijo.
Le estaba llamando depravado del demonio y sodomita inmundo. Y el joven señor
también gritaba diciendo que no era asunto suyo con quién se acostara y que se
limitara a darle el dinero del chantaje. Por lo que pude entender el último de
sus amantes no estaba por la oportuna discreción deseable en un caballero, ya
me comprende”.
John no daba crédito a lo que
estaba oyendo. Trató de tranquilizar al sr. Kingston y le animó a continuar.
“Volví a mi cuarto e intenté
dormir, pero sin éxito. Sobre las dos de la mañana me levanté para hacerme una
infusión y ver si así lograba conciliar el sueño, y allí estaban ellos, en la
cocina: su padre y el bastardo. Hablaban quedo para no despertar al pobre
señorito Andrew, pero yo oí claramente cómo el señor le encargaba al otro que
borrara “esa mancha intolerable de su familia”. Yo sabía muy bien a lo que se
estaba refiriendo, y al día siguiente su hermano estaba muerto en la bañera,
con las muñecas abiertas ”
-Así que el bastardo no puede
heredar la casa, ¡perfecto!
Es todo lo que acertó a pensar el
siempre práctico John…
III
Apenas terminaba de quejarse el
viejo reloj de la biblioteca con su lastimera campanada cuando se reanudó el
encuentro. La una del medio día recién estrenada y ya estaban todos en sus
asientos, expectantes y seguros de poder mantener sus propios secretos a buen
recaudo.
Los adamascados cortinajes de color
verde hoja que cubrían los ventanales eran más que suficientes para contener
los tímidos rayos de sol, y sin embargo todos tuvieron la sensación de que la
temperatura había subido algunos grados en la habitación. Se sentían un poco
extraños.
El señor Worsworth se situó
ceremoniosamente frente al atril y retomó la palabra.
-
Bien, ha llegado el momento. Sin
tener en cuenta posibles implicaciones con la ley, procederemos a esclarecer el
nombre del heredero de la mansión familiar – se notaba claramente que el
notario estaba disfrutando con la tensión de sus oyentes - . Empezando por el
primogénito y siguiendo en estricto orden de edad, vendrán aquí a contarnos lo
que deben.
Los asistentes se miraron entre
incrédulos y divertidos por la ocurrencia del anciano, pero el caso es que sin
poderlo evitar, como impelido por alguna fuerza invisible, John se levantó y se
situó donde le correspondía, al frente del atril. Tal pareciera que le urgiera
confesar.
-
Le haré la pregunta que debe
contestar, sr. Locker, y no podrá evitar decir la verdad. ¿Tiene usted las
manos limpias de sangre?
Una ligera transpiración cubría ya
el cuerpo de John y su mente serpenteaba sinuosa entre recuerdos pasados. Era
el efecto de la droga de la verdad que todos habían ingerido durante el frugal
y traicionero almuerzo.
-
Madre no debió tratarme así, yo no
era nada para ella a pesar de que debiera haberme preferido sobre los demás por
ser el primero. Estaba harto de que me ridiculizara, de que me dijera siempre
que mi voz era demasiado aguda para ser un buen orador, incluso de que se riera
de mi esposa por haber aceptado casarse conmigo. No hice nada, pude pero no
quise – Sus ojos en trance y llenos de lágrimas sin duda estaban visualizando
la escena en cuestión –. Dejé que se ahogara. Si no servía para nada tampoco
para darle su medicina, así que cerré la puerta y me marché.
Los sudorosos espectadores no
parecieron en exceso sorprendidos, seguramente porque estaban ansiosos de su
propio debut como criminales confesos y necesitaban concentración para repasar
sus papeles. El siguiente en ser llamado al atril fue Thomas, quien contó,
palabra por palabra, la misma historia que el mayordomo antes le refiriera a
John. Y entonces fue el turno de Rose, la niñita de papá.
Se puso en pie aferrada a su bolso
Versace como a un salvavidas y se dirigió obedientemente hacia el atril. Tenía
la mirada vidriosa y la tez cadavéricamente pálida. Ya no hizo falta que el
notario le formulara la pregunta, ella conocía de sobra la dinámica de aquel
macabro juicio.
-
Yo no quería a aquel bebé – dijo
mirando a ninguna parte en concreto - y
tuve que deshacerme de él. Estaba asustada, no podría haberlo hecho pasar por
hijo de mi primer marido y tampoco podía contarle a nadie que yo siempre había
jugado con papá a cosas de mayores, ¡era nuestro secreto! –sollozó ligeramente
y luego, como viendo un rayo de esperanza en ese punto indeterminado, añadió - pero no merezco castigo, luego lo arreglé
para que me perdonara. Un bebé muerto por otro nacido. No dejé que ninguno de
mis maridos me preñara, solo papá. Y me dio a mi dulce Robert.
El pobre señor Worsworth, curtido
por mil historias familiares de la alta sociedad con mucho que esconder, jamás
había visto ni oído nada parecido. Aquello era un nido de podredumbre moral sin
igual. Pero era un profesional, así que se ajustó los anteojos, puso cara de
póker y apostó toda su credibilidad a que solucionaría aquel entuerto legal sin
escándalos y siguiendo, al pie de la letra, la última voluntad de su cliente.
Lo dispuso todo para transferir el
título de propiedad de la mansión familiar al joven Robert, que quizás solo por
su corta edad aún cumplía el requisito exigido para heredar: tener las manos
limpias de sangre.
Julia C.
Código 1507054562489
Fecha 05-jul-2015 7:11 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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