Era de gesto serio, con una
mueca a modo de sonrisa cuando intentaba dulcificarlo, que era pocas veces. La
mirada retadora, audaz, y el sombrero de medio lado completaban sus
inconfundibles señas de identidad. No carecía en absoluto de atractivo, aunque cualquier
mujer le hubiera pedido que se despojara definitivamente del abrigo y el manido
cigarrillo que se empeñaba en sostener entre los labios. Quizás fuera su
absurdo talismán contra el cáncer, claro que en su época poco o nada se sabía
sobre eso. El era un tipo en blanco y negro.
Ella coleccionaba lacas de
uñas y trajes de noche de todos los tonos posibles. Se diría que si sus labios
no lucían rojos como fresas tempranas pidiendo a gritos un bocado, o un beso en
el mejor de los casos, no se sentía ella misma. Era preciosa, sin peros, una pelirroja
de medidas esculturales y largas pestañas postizas que, sin ser suyas, había
aprendido a manejar con maestría. Pocos podían resistirse cuando decidía poner
en funcionamiento todas sus armas de seducción. Ella era la mujer a todo color por
excelencia.
Coincidieron por azar en una
publicación veraniega de las que rellenan espacios en el suplemento dominical. Seguramente
se trataba de un artículo sobre la trayectoria del cine o algo parecido.
El flechazo fue, como cabía
esperar en estos casos, en color sepia. Una historia sobre estrellas de papel y
corazones de celuloide.
Julia C.
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