No me escondo tras
las gafas de sol, sólo las uso para que se sientan seguros. Al fin y al cabo
creen que estoy aquí para ayudarles…
Quizás si supieran
que los observo fijamente, con deleite y curiosidad unas veces, con franca
repugnancia o total indiferencia otras, dejarían de hacer lo que hacen. O puede
que lo hicieran de otra forma, de cara a un escaparate imaginario en el que se
saben protagonistas. Existe incluso la posibilidad de que se acercaran a
increparme molestos u ofendidos por mi insistencia. No, no quiero nada de eso,
así que uso mis lentes de cristal extra oscuro. No necesitan saber.
Tengo una posición
privilegiada, siempre ha sido así desde que descubrí las muchas posibilidades
de este trabajo que otros considerarían insignificante. Es perfecto para mis
propósitos y cada jornada se presenta llena de excitantes opciones.
Cuerpos. Se
desplazan con rumbo incierto, como si el destino al que se dirigen careciera en
verdad de importancia. Se trata de moverse, supongo, de olvidar el sedentarismo
al que se vieron sometidos en invierno; puede que también de exhibirse. Simples
cuerpos que dejan resbalar el tiempo a su alrededor y sobre ellos, lentamente,
de forma ociosa y liberadora según sus absurdos parámetros. Hacia la zona
soleada, de regreso a la sombra, a la ducha, hacia la clorada agua sin
verdadera intención de sumergirse en ella. Con discreción; con ostentación.
Cuerpos esbeltos,
capaces de acompañar el vaivén de la brisa mientras se sacuden con displicencia
y despiden microscópicos diamantes desde sus mojadas testas. Otros más pesados,
sobre los que la masa azul de la piscina parece ejercer una gravedad
inmisericorde. Estos últimos se ven privados de la grácil liviandad en los
pasos, pero no os equivoquéis, su humildad y su imperfección también los hace
hermosos de algún modo.
Cuerpos esculpidos
en gimnasios que han sudado y sufrido por una buena causa mes tras mes y
cuerpos de bamboleante grasa cuyos dueños ya no reparan en su existencia. Para
qué, ahora que el sebo ganó la batalla tiene vida propia y se alimenta de la
desidia, la autocomplacencia, el exceso que calma falsamente ansiedades y
penas.
Entorno los ojos
para apreciar la calidad de las pieles en detalle. Las hay que enamoran al sol
hasta obtener de él la ansiada pátina dorada. Resplandecen ufanas, orgullosas
de su esforzada proeza. Pero tampoco se
ocultan quienes las exhiben blanquecinas, invernales, tan fuera de lugar.
Seguramente albergan la esperanza de alcanzar un estatus diferente y más
agraciado, pero me molesta sobremanera verles pasear entre los elegidos. Pieles
tersas e hidratadas que resplandecen de rezumante juventud o arrugadas sin remisión;
pieles celulíticas y abollonadas que hacen buena la cruel comparación con una
naranja; pieles acariciadas por el bisturí salvador, meticulosamente depiladas
y en perfecto estado de revista; o pieles enfermas y maltrechas que buscan
alivio bajo el sol que un médico cualquiera les prescribió.
Busco un cuerpo,
sólo uno de entre los muchos que vigilo desde mi torreta roja. Y cada mañana,
cuando me encaramo a ella para empezar expectante mi turno, la imagino convertida
en un podio de sangre.
Quiero tomarme mi
tiempo, darles una oportunidad de competir a todos, hacerlo bien por Max. Cuando
se cumpla el aniversario que este mundo egoísta ya ha olvidado, mi ganador
subirá a él y lucirá sin vida para espanto de los culpables. Nadie le ayudó el
día que se ahogó; ahora uno de ellos ha de pagar en su memoria.
Julia C.
Código 1509015052114
Fecha 01-sep-2015 20:06 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
Fecha 01-sep-2015 20:06 UTC
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