Ya en cierta ocasión, siendo aún
muy joven, su madre le advirtió: con tu carácter las mujeres harán de ti lo que
quieran. Y es que Tobías era un muchacho tranquilo y paciente, sin muchas
aspiraciones en la vida e incapaz de levantar la voz a nadie, por más que le
provocaran. Ante los conflictos él siempre agachaba la cabeza y dejaba de lado
el asunto, fuera el que fuera, sin esfuerzo alguno.
Cuando conoció a Dora contaba ya
con veintisiete años y era todo un maestro como fabricante de muñecas y otros juguetes
de madera. Tenía el porvenir resuelto, había heredado la casa de sus padres y
no era mal parecido. Ella puso los ojos en él y al instante le colocó el cartel
de “esposo”. El, por supuesto, no tuvo nada que objetar.
Los inicios de esta nueva pareja
fueron tan dulces como cabría esperar y se prometían un futuro halagüeño que en
todo se iba cumpliendo, excepto en la llegada de los hijos. Tobías, a uso y
costumbre, lo aceptó sin más; pero para Dora constituyó una gran frustración
difícil de soslayar. Fue así que su carácter se fue agriando y las facciones de
su semblante se endurecieron. Culpó de su desgracia a Tobías desde el primer
momento y no hubo forma de consolarla ni hacerla entrar en razón. Ella provenía
de una familia numerosa y todas sus hermanas tenían muchos hijos: ¡la culpa era
de Tobías!
Poco a poco dejó de salir de casa y
dedicaba la mayor parte de su tiempo a elaborar dulces y pasteles que después
comía con fruición. Ganó mucho peso, no atendía sus faenas, dejó de visitar a
sus amigas y hermanas y no se interesaba por nada. Lo único que verdaderamente
parecía sacarla de su apatía era gritarle al pobre Tobías, con o sin motivo.
Generalmente sin él. El resignado artesano trataba de no tenérselo en cuenta y
se refugiaba en su trabajo. Cuanto más desgraciado era más hermosas y elaboradas
eran sus creaciones y más horas les dedicaba.
Una noche, bien entrado el invierno
en el calendario y en sus vidas, se formó una gran tormenta sobre el pueblo.
Para terror de todos electrificó el aire y decoró el cielo con temibles rugidos
luminosos. Sucedió además que Dora, en plena sintonía con la tormenta y como
alentada por ella, comenzó a descargar a la par su ira sobre Tobías.
Las cosas no tendrían por qué haber
sido diferentes a otras ocasiones, pero he aquí que él también alcanzó un
límite desconocido de desesperación por el infierno en que se había convertido
su vida. Puede que se debiera a la tormenta, puede que no, pero por primera vez
sintió odio y desprecio en su corazón y lo materializó en un único pensamiento
dirigido a su esposa: ojalá fueras de madera y nunca más volvieras a hablar.
Apenas lo hubo pensado la mujer
cayó al suelo convertida en una grotesca muñeca. No era como sus otros trabajos
que traslucían en sus formas y en sus rostros todo el amor que depositaba en
ellos, sino que era de facciones cadavéricas mirada maligna.
Horrorizado y sin querer comprender
lo que había sucedido en realidad, recogió del suelo la espantosa muñeca y la
arrojó tembloroso al fuego. Al instante el crepitar de las llamas se tornó en
gritos desesperados y llantos de mujer. Fue demasiado para él, salió de la casa
y se entregó sin reservas a la noche, a la lluvia y a la tormenta. Quizás así
pudiera recibir su castigo y expiar su pecado.
A la mañana siguiente dos de sus
convecinos lo encontraron ardiendo de fiebre y empapado en un lodazal del
camino. Lo llevaron a su casa, lo acomodaron en el lecho con ropas secas y se
fueron a sus quehaceres. Dora no estaba, y les extrañó, pero no tanto como ver
aquella espantosa muñeca de madera que parecía vigilarles sentada sobre el
alfeizar de la ventana…
Julia C.
Código 1511025695397
Fecha 02-nov-2015 10:21 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
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