A casi
nadie le gusta ir al dentista; pero a mí sí, porque a mí me gusta él.
Es un tipo
de edad mediana, voz acariciadora y piel ligeramente bronceada en cualquier
época del año. No es demasiado hablador, pero me saluda cordialmente mientras
tiende la mano hacia mí y siempre responde con amabilidad a las cuestiones de
índole profesional que se le plantean. Además me explica qué me va a hacer y
por qué (en la boca, quiero decir, por su trabajo). Muy considerado, la verdad.
No tengo
ni idea de la razón, pero desde el primer día me llamó “Yulia” en lugar de
Julia, y yo nunca le he corregido. En sus labios no me suena raro, y eso que yo
soy un poco maniática para lo de los nombres, especialmente el mío.
No me
había parecido que tuviera los ojos especialmente bonitos, pero cuando se puso
la mascarilla por primera vez y se aproximó, no me quedó más remedio que
fijarme. Son cálidos, color avellana con destellos dorados según la luz. Mira
con curiosidad, a veces frunciendo el ceño a veces levantando la ceja, pero no
me mira a mí, sino a mi boca. En otro contexto quizás eso hubiera resultado
interesante, pero no tratándose de la consulta del dentista. ¡Una pena!
Aprovechando que no me presta atención le llevo la cuenta de las arruguitas del
rostro (siempre me han seducido los hombres que lucen la experiencia escrita en
la piel) y le invento un pasado basándome en el montón de títulos que adornan
la pared de la sala de espera.
De él ni
siquiera me molesta que me toque con guantes, todo lo contrario; será quizás
porque el látex y yo tenemos nuestro feeling. El olor discreto pero seductor
de su colonia junto con la tibieza de sus manos, aún a través de los guantes,
es mejor que cualquier anestesia que pueda suministrarme. Además, a nadie más
que a los aburridos les puede desagradar un poco de dolor, ¿verdad? Cuando me
dice que soy una excelente paciente en ese sentido me dan ganas de contarle
algunas cositas, pero no lo veo prudente.
Con él
trabaja la “señorita Amalia”, como la llama siempre que se dirige a ella. A
veces los observo en su trajinar a mi alrededor, por si pudiera descubrir alguna
complicidad especial, pero no parece que tengan más que una relación de trabajo.
Eso está bien, ella, aunque diligente y muy capaz, es demasiado joven. Además
no me los imagino juntos del brazo, tan menuda y pizpireta la señorita Amalia y
él con ese no-sé-qué de seguridad innata y su sombrero. Sí, sé que usa sombrero
porque alguna vez me lo he cruzado por la calle, ¡completamente irresistible!
El caso es
que el otro día, revisando mi agenda, me llevé una gran alegría: ¡tocaba
limpieza y revisión! Una nueva cita que eficiente nos concertó la señorita
Amalia.
Todo fue
muy bien. Por el evidente apresto y suave crepitar del tejido me pareció que
estrenaba bata, y había cambiado el verde de las mascarillas de siempre por
lavanda. Detalles muy románticos ambos que alimentaron mi esperanza.
La sesión
duró algo menos de lo que me hubiera gustado, y aunque el impertinente torno en
mi boca abierta no facilitó precisamente la conversación, me pidió que volviera
la semana siguiente con la excusa de una incipiente caries. Me sentí feliz y
hubiera querido mostrarle la sonrisa que había estado ensayando durante toda la
semana, pero se me calaban los dientes y no me sentí segura, así que lo dejé
correr. Ya habría mejor ocasión.
Se
despidió de mí y me dejó a solas con la señorita Amalia, que es la que se
encarga, entre otras muchas cosas, de los abonos.
Cuando fui
a firmar el recibito de la Visa y me percaté de que la limpieza había subido considerablemente;
decidí ipsofacto que era hora de poner punto y final a ese romance que tanto
daño podía hacer en mi matrimonio.
Tenemos
que ser fuertes, no volveremos a vernos más.
Julia C.
Código 1511045711657
Fecha 04-nov-2015 15:55 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
Código 1511045711657
Fecha 04-nov-2015 15:55 UTC
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