miércoles, 4 de noviembre de 2015

Mi dentista y yo



A casi nadie le gusta ir al dentista; pero a mí sí, porque a mí me gusta él.

Es un tipo de edad mediana, voz acariciadora y piel ligeramente bronceada en cualquier época del año. No es demasiado hablador, pero me saluda cordialmente mientras tiende la mano hacia mí y siempre responde con amabilidad a las cuestiones de índole profesional que se le plantean. Además me explica qué me va a hacer y por qué (en la boca, quiero decir, por su trabajo). Muy considerado, la verdad.

No tengo ni idea de la razón, pero desde el primer día me llamó “Yulia” en lugar de Julia, y yo nunca le he corregido. En sus labios no me suena raro, y eso que yo soy un poco maniática para lo de los nombres, especialmente el mío.

No me había parecido que tuviera los ojos especialmente bonitos, pero cuando se puso la mascarilla por primera vez y se aproximó, no me quedó más remedio que fijarme. Son cálidos, color avellana con destellos dorados según la luz. Mira con curiosidad, a veces frunciendo el ceño a veces levantando la ceja, pero no me mira a mí, sino a mi boca. En otro contexto quizás eso hubiera resultado interesante, pero no tratándose de la consulta del dentista. ¡Una pena! Aprovechando que no me presta atención le llevo la cuenta de las arruguitas del rostro (siempre me han seducido los hombres que lucen la experiencia escrita en la piel) y le invento un pasado basándome en el montón de títulos que adornan la pared de la sala de espera.

De él ni siquiera me molesta que me toque con guantes, todo lo contrario; será quizás porque el látex y yo tenemos nuestro feeling. El olor discreto pero seductor de su colonia junto con la tibieza de sus manos, aún a través de los guantes, es mejor que cualquier anestesia que pueda suministrarme. Además, a nadie más que a los aburridos les puede desagradar un poco de dolor, ¿verdad? Cuando me dice que soy una excelente paciente en ese sentido me dan ganas de contarle algunas cositas, pero no lo veo prudente.

Con él trabaja la “señorita Amalia”, como la llama siempre que se dirige a ella. A veces los observo en su trajinar a mi alrededor, por si pudiera descubrir alguna complicidad especial, pero no parece que tengan más que una relación de trabajo. Eso está bien, ella, aunque diligente y muy capaz, es demasiado joven. Además no me los imagino juntos del brazo, tan menuda y pizpireta la señorita Amalia y él con ese no-sé-qué de seguridad innata y su sombrero. Sí, sé que usa sombrero porque alguna vez me lo he cruzado por la calle, ¡completamente irresistible!

El caso es que el otro día, revisando mi agenda, me llevé una gran alegría: ¡tocaba limpieza y revisión! Una nueva cita que eficiente nos concertó la señorita Amalia.

Todo fue muy bien. Por el evidente apresto y suave crepitar del tejido me pareció que estrenaba bata, y había cambiado el verde de las mascarillas de siempre por lavanda. Detalles muy románticos ambos que alimentaron mi esperanza.

La sesión duró algo menos de lo que me hubiera gustado, y aunque el impertinente torno en mi boca abierta no facilitó precisamente la conversación, me pidió que volviera la semana siguiente con la excusa de una incipiente caries. Me sentí feliz y hubiera querido mostrarle la sonrisa que había estado ensayando durante toda la semana, pero se me calaban los dientes y no me sentí segura, así que lo dejé correr. Ya habría mejor ocasión.

Se despidió de mí y me dejó a solas con la señorita Amalia, que es la que se encarga, entre otras muchas cosas, de los abonos.

Cuando fui a firmar el recibito de la Visa y me percaté de que la limpieza había subido considerablemente; decidí ipsofacto que era hora de poner punto y final a ese romance que tanto daño podía hacer en mi matrimonio.

Tenemos que ser fuertes, no volveremos a vernos más.

Julia C.

Código 1511045711657
Fecha 04-nov-2015 15:55 UTC
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