Decidió que ya no quería formar parte
de su pequeño y claustrofóbico mundo personal y quiso dejarlo atrás en aquella
playa; como ritual simbólico lanzó tan lejos como pudo la ciudad en miniatura
que construyera una vez con ella. Después lloró de impotencia hasta secarse por
dentro. Le pareció que sus lágrimas, saladas como la desapacible inmensidad
líquida que se mostraba ante él, pasarían desapercibidas allí. Tal vez, solo tal
vez, encontrarían la forma de transformarse en lágrimas de júbilo para otros ojos,
en alguna parte. Ella le había enseñado a reciclar, incluso los sentimientos. Que
los hombres también lloran era una lección que no le había costado aprender.
Se le pasaron las horas en el
proceso de vaciarse por completo, era preciso si quería continuar, de
comprender que su decisión era la única posible, de despedirse y jurarse a sí
mismo que conseguiría olvidarla. Tenía que poner fin como fuera a aquel dolor
recalcitrante que le arrugaba sin piedad las ganas de vivir. Cuando al cabo
sintió sus miembros entumecidos y helados levantó la cabeza al cielo: la noche
se había construido a base de negrura y desesperanza, las mismas que se
instalaran tiempo atrás en su pecho.
Se levantó y sacudió con pereza la
arena de sus tejanos, quizás para retrasar el momento de marcharse, quizás
porque una marioneta sin hilos tiene que aprender a caminar de nuevo. Después
buscó las llaves y se encaminó a su coche. Estaba dispuesto a averiguar cuántos
kilómetros de vida podía hacer un corazón con el depósito lleno…
Julia C.
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