domingo, 30 de octubre de 2016

Para siempre



Aquella destartalada casona que parecía a punto de perder el equilibrio sobre sus propios cimientos, y la descuidada parcela que la circundaba, era todo lo que quedaba del otrora extenso patrimonio familiar. Hicieron falta varias generaciones de esforzados y suertudos empresarios para engordarlo hasta convertirlo en un pequeño imperio, pero tan solo un miembro del clan para finiquitarlo. Y no es que se dieran malos pasos en los negocios o que la fortuna les volviera inesperadamente la espalda; ni siquiera hubo deudas de juego por medio, como tan frecuente resultaba en la época. Fue la ambición desmedida de una mujer la que hizo que se perdiera todo. Eso sí, la mujer más hermosa que Alexandro hubiera visto nunca.



Su masculina y etérea sombra recorría ahora las estancias de lo que en otro tiempo fue la mansión familiar con los ojos nublados de recuerdos y la espalda encorvada, como si su legendaria prestancia de caballero solamente formara parte de un buen sueño, igual que la fortuna que un día fue suya. Empujó con mano insegura la gran puerta acristalada que daba paso al salón, lamentablemente hecha añicos, y se detuvo a escuchar con atención: allí estaba de nuevo la melodía de aquel maldito vals que le perseguiría para siempre. 

Cerró apenas los ojos y pudo verla con nitidez, danzando ligera en brazos de otro mientras le sonreía a él con descaro. Elisa, peinada llamativamente a la última moda de París y envuelta en seda color champagne, daba la impresión de rozar apenas el suelo mientras recorría los brillantes suelos de mármol al compás de la música. Si él hubiera sabido que se sentenció con aquella mirada llena de admiración, quizás hubiera preferido sacarse los ojos; desde que los posó sobre ella supo que haría cualquier cosa para que fuera suya, solo suya. Si estaba en su mano ningún otro hombre acariciaría nunca aquellos tentadores hombros, ni ceñiría aquel talle delicioso, ni besaría la piel de su delicado y esbelto cuello. 

Y lo consiguió, temporalmente, aunque a un alto precio que ella había fijado de antemano. Al fin y al cabo era una experta jugadora en las lides de la seducción y él no era su primera presa. Para Elisa solo eran negocios; para él fue Amor con mayúsculas.

Alexandro ya no sonríe cuando evoca sus cabellos azabache dibujando lunas sobre la almohada; o cuando las rosas silvestres le traen, en un descuido, la fragancia de su perfume; o cuando el cristalino correr de las aguas imita la risa que tanto amó en aquella mujer y sin la que no sabía vivir. Ahora su gesto no es más que un rictus de amargura: siente que solo le queda una deuda eterna para con los suyos, la vergüenza de su debilidad como hombre y un lacerante dolor en el costado. No es la herida que lo mató lo que le causa sufrimiento, eso solo constituye su justa penitencia y la acepta de buen grado, sino que fuera la blanca y delicada mano de Elisa la que empuñara el arma. 

Si ella dijo alguna vez que le amaría siempre, mintió. En cambio dijo la verdad cuando le advirtió de que jamás podría olvidarla… 

Julia C.

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