Aquella
destartalada casona que parecía a punto de perder el equilibrio sobre sus
propios cimientos, y la descuidada parcela que la circundaba, era todo lo que
quedaba del otrora extenso patrimonio familiar. Hicieron falta varias
generaciones de esforzados y suertudos empresarios para engordarlo hasta
convertirlo en un pequeño imperio, pero tan solo un miembro del clan para finiquitarlo.
Y no es que se dieran malos pasos en los negocios o que la fortuna les volviera
inesperadamente la espalda; ni siquiera hubo deudas de juego por medio, como
tan frecuente resultaba en la época. Fue la ambición
desmedida de una mujer la que hizo que se perdiera todo. Eso sí, la
mujer más hermosa que Alexandro hubiera visto nunca.
Su
masculina y etérea sombra recorría ahora las estancias de lo que en otro tiempo
fue la mansión familiar con los ojos nublados de recuerdos y la espalda
encorvada, como si su legendaria prestancia de caballero solamente formara
parte de un buen sueño, igual que la fortuna que un día fue suya. Empujó con
mano insegura la gran puerta acristalada que daba paso al salón, lamentablemente hecha
añicos, y se detuvo a escuchar con atención: allí estaba de nuevo la melodía de
aquel maldito vals que le perseguiría para siempre.
Cerró
apenas los ojos y pudo verla con nitidez, danzando ligera en brazos de otro
mientras le sonreía a él con descaro. Elisa, peinada llamativamente a la última
moda de París y envuelta en seda color champagne, daba la impresión de rozar
apenas el suelo mientras recorría los brillantes suelos de mármol al compás de
la música. Si él hubiera sabido que se sentenció con aquella mirada llena de
admiración, quizás hubiera preferido sacarse los ojos; desde que los posó sobre
ella supo que haría cualquier cosa para que fuera suya, solo suya. Si estaba en
su mano ningún otro hombre acariciaría nunca aquellos tentadores hombros, ni
ceñiría aquel talle delicioso, ni besaría la piel de su delicado y esbelto
cuello.
Y lo consiguió, temporalmente, aunque a un alto precio que ella había
fijado de antemano. Al fin y al cabo era una experta jugadora en las lides de
la seducción y él no era su primera presa. Para Elisa solo eran negocios; para
él fue Amor con mayúsculas.
Alexandro
ya no sonríe cuando evoca sus cabellos azabache dibujando lunas sobre la
almohada; o cuando las rosas silvestres le traen, en un descuido, la fragancia
de su perfume; o cuando el cristalino correr de las aguas imita la risa que
tanto amó en aquella mujer y sin la que no sabía vivir. Ahora su gesto no es más que un
rictus de amargura: siente que solo le queda una deuda eterna para con
los suyos, la vergüenza de su debilidad como hombre y un lacerante dolor en el
costado. No es la herida que lo mató lo que le causa sufrimiento, eso solo
constituye su justa penitencia y la acepta de buen grado, sino que fuera la
blanca y delicada mano de Elisa la que empuñara el arma.
Si
ella dijo alguna vez que le amaría siempre, mintió. En cambio dijo la verdad
cuando le advirtió de que jamás podría olvidarla…
Julia
C.
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