Todos en el pueblo sabían que ella frecuentaba a otros
hombres y que de esa manera, seguramente, contribuía a la economía familiar. Por eso
cuando se cruzaban con Ernesto por la calle le miraban con compasión y le
sonreían protectoramente, como si con ese gesto pudieran prolongar por más
tiempo su inocencia respecto a los delicados asuntos que su esposa atendía
entre las sábanas.
Quienes le conocían le apreciaban sin remedio, pues era
un hombre recto y sencillo que trabajaba sin descanso y que jamás tenía una
mala palabra para nadie; sin duda debía ser esencialmente bueno y bien pensado,
incapaz de imaginar siquiera que la mujer que dormía a su lado no era solo
suya.
Ernesto, en su sobriedad, solo se permitía un momento de
asueto al cabo del día: acostumbraba a visitar la taberna después de cada
jornada de trabajo para beber un vaso de vino y cruzar unas palabras con los
otros parroquianos. Aquel día estaba allí alguien a quien él conocía, un
empleado de la fábrica que fue despedido tiempo atrás por sus continuas faltas
de competencia y robos repetidos. Ernesto, sincero hasta el final, se vio
envuelto en el asunto y se limitó a decir la verdad al respecto cuando le
preguntaron.
El achispado individuo se acercó tambaleante hasta él y
lo saludó con la voz pastosa, rezumando odio contenido en cada palabra. Buscaba
una ocasión que Ernesto no le brindó para empezar una pelea, y aún más rabioso
y frustrado si cabe, solo encontró un modo de escupir su veneno y saciar los deseos
de vengarse. Se despidió diciendo, en un tono que todos pudieran oír: “por
cierto, saludos a la ramera de tu mujer”.
Se hizo un silencio sepulcral en el local, repleto de
significado y malsana complicidad. En unos predominaba la lástima, en otros la
burla condescendiente. Al cabo de unos segundos y mirando fijamente a los ojos
de su interlocutor, Ernesto, contra todo pronóstico, dijo: “no importa con cuántos
hombres esté mi Lucía, ella solo me besa a mí, y todo el mundo sabe que el amor
está en la boca”.
Después se puso su gastada gorra y, con la cabeza tan alta como siempre
la había llevado, abandonó a los mudos espectadores a sus propias miserias.
Julia C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si tienes algo que decir no te lo calles. Este es un sitio para compartir :)