viernes, 18 de noviembre de 2016

El amor está en la boca



Todos en el pueblo sabían que ella frecuentaba a otros hombres y que de esa manera, seguramente, contribuía a la economía familiar. Por eso cuando se cruzaban con Ernesto por la calle le miraban con compasión y le sonreían protectoramente, como si con ese gesto pudieran prolongar por más tiempo su inocencia respecto a los delicados asuntos que su esposa atendía entre las sábanas.

Quienes le conocían le apreciaban sin remedio, pues era un hombre recto y sencillo que trabajaba sin descanso y que jamás tenía una mala palabra para nadie; sin duda debía ser esencialmente bueno y bien pensado, incapaz de imaginar siquiera que la mujer que dormía a su lado no era solo suya.

Ernesto, en su sobriedad, solo se permitía un momento de asueto al cabo del día: acostumbraba a visitar la taberna después de cada jornada de trabajo para beber un vaso de vino y cruzar unas palabras con los otros parroquianos. Aquel día estaba allí alguien a quien él conocía, un empleado de la fábrica que fue despedido tiempo atrás por sus continuas faltas de competencia y robos repetidos. Ernesto, sincero hasta el final, se vio envuelto en el asunto y se limitó a decir la verdad al respecto cuando le preguntaron.

El achispado individuo se acercó tambaleante hasta él y lo saludó con la voz pastosa, rezumando odio contenido en cada palabra. Buscaba una ocasión que Ernesto no le brindó para empezar una pelea, y aún más rabioso y frustrado si cabe, solo encontró un modo de escupir su veneno y saciar los deseos de vengarse. Se despidió diciendo, en un tono que todos pudieran oír: “por cierto, saludos a la ramera de tu mujer”.

Se hizo un silencio sepulcral en el local, repleto de significado y malsana complicidad. En unos predominaba la lástima, en otros la burla condescendiente. Al cabo de unos segundos y mirando fijamente a los ojos de su interlocutor, Ernesto, contra todo pronóstico, dijo: “no importa con cuántos hombres esté mi Lucía, ella solo me besa a mí, y todo el mundo sabe que el amor está en la boca”.

Después se puso su gastada gorra y, con la cabeza tan alta como siempre la había llevado, abandonó a los mudos espectadores a sus propias miserias.

Julia C. 
 



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