Se sentía realmente mal. Podía notar cómo aquello, lo que quiera que
fuese, crecía insidioso dentro de ella.
Le costaba recordar con exactitud cuándo fue la primera vez que lo
notó, pero suponía que durante aquel trabajo de clase. Le estaba quedando un
relato genial, se sentía totalmente inspirada y las palabras fluían con
naturalidad, adaptándose en todo a su viva imaginación. Y de repente, aquel
borbotón de ideas estorbando, aquel tropel de argumentos que no venían a
cuento. Apenas pudo dominarlos para acabar la tarea, pero le costó bastante. Y
desde aquel día los episodios extraños se habían repetido con cierta asiduidad.
El día de su examen oral de biología también se llevó un susto.
Estaba desarrollando el tema de las amebas cuando una interferencia, esta vez
verbal, vino a complicar las cosas. Por más autocontrol que puso en práctica
algunas frases de libros que había leído recientemente se colaron en su
disertación, y también algunos versos que había escrito para su novio. Se oía a
sí misma horrorizada, sin ningún dominio sobre las cosas que estaba diciendo.
No llegó a suspender porque su trayectoria académica era brillante, pero el
examinador pensó que se burlaba de él y le dio una calificación muy baja que en
verdad no se correspondía con sus conocimientos.
El caso es que no podía localizar con precisión el punto exacto
donde residía su malestar. A veces se trataba de un hormigueo muy doloroso en
las puntas de los dedos; otras de una extraña opresión en las sienes, como si
unas manos invisibles se las estrujaran sin piedad. También llegó a sentir
molestias en el corazón, o en esa zona al menos. Era como si le faltara el
aire, como si el bombeo de sangre fuera a detenerse de un momento a otro, como
si una emoción desbocada y sin causa aparente le revoloteara enloquecida en el
pecho.
“Estoy jodida, pensó”. Y se puso manos a la obra para buscar una
solución.
Ana Lía era una chica muy independiente, ya lo decían con una mezcla
de orgullo y preocupación sus padres, y esta vez tampoco quiso implicar a nadie
más en el asunto. Tomó su tarjeta sanitaria, pidió cita con su doctora y se
subió al bus con tiempo suficiente para llegar puntual. Iba con los cascos
puestos y la música a todo volumen, como siempre, así que no comprendió cómo
era posible que llegara a oírla. Una anciana que olía a naftalina y a casa
cerrada de mil años se paró a su lado, se inclinó con trabajo sobre su asiento
y le susurró:
“Allí
adónde vas no pueden ayudarte y las cosas irán a peor. Cuando estés preparada
para saber y entiendas que después puede ser tarde, ven a verme.”
En lo que la chica tardó en apagar su MP4 y levantar la vista, la
anciana había desaparecido. Pero le dejó algo sobre el regazo, un papelito con
su dirección anotada.
Efectivamente su doctora no pudo ayudarla y tras achacar sus
extraños síntomas a la revolución hormonal propia de la edad y a su exacerbada
imaginación, la mandó a casa con un frasco de aspirinas y buenos consejos sobre
su dieta y la necesidad de descansar.
Ana Lía se sentía frustrada, enferma y presa de la más viva
curiosidad a partes iguales. ¿Qué perdía con ir a ver a la anciana? Después de
todo no podía continuar hablando en verso todo el tiempo, como le había
ocurrido los días anteriores. ¿Qué sería lo siguiente? ¡Estaba harta!
La casa era deprimente, sucia, y la luz escaseaba fabricando sombras
en cada esquina. Le ofreció una infusión que apestaba y Ana Lía ni siquiera se
molestó en fingir que bebía al dar las gracias.
-
Ya estoy aquí. ¿Qué quiere?
-
Yo no quiero nada, querida. ¿Qué quieres tú?
-
Dejar de parecer una loca y sentirme bien de
nuevo estaría genial. ¿Puede ayudarme?
-
Puedo, si tú eres capaz de tomar una decisión.
-
Claro que lo soy, no parece tan difícil. Hable.
La anciana le tomó las manos como para infundirle ánimo y le explicó
que dentro de ella crecía un tumor de letras y que había dado metástasis. Las
manos que escribían, la cabeza que imaginaba, el corazón que aportaba el
sentimiento, todo estaba ya afectado. Ana Lía dejó que las lágrimas resbalaran
por sus mejillas sin tratar de disimularlas. Un tumor, cáncer, terror, muerte:
tal era la asociación de ideas que flotaba en su cabeza como una maligna mancha
de aceite sobre límpidas aguas.
-
No te apures, querida, puedes hacer que
desaparezca.
-
¿Yo? ¿cómo?, preguntó Ana Lía casi en un grito.
-
Te lo dije, has de decidir: Si bebes realmente
de la infusión que te he preparado, todo volverá a la normalidad. Mañana te
levantarás y serás la de siempre, pero nunca te convertirás en la gran
escritora que hay en ti. No tendrás que pagarme nada.
-
¿Y si no?, se aventuró a saber la adolescente.
-
Si dejas que el tumor de letras te tome por
completo sufrirás, no te lo niego, pero serás la más grande autora de tu tiempo,
dominarás todos los géneros literarios. Y entonces tendrás que darme el cinco
por ciento de todo lo que ganes, que será mucho.
Ana Lía apenas lo pensó. Miró seria su reflejo sobre la superficie
del brebaje y lo apartó de sí. Luego se secó las lágrimas, se puso el abrigo y
se marchó.
- Hasta pronto, querida
─dijo la anciana con una sonrisa
satisfecha en los labios.
Julia C.
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