lunes, 14 de noviembre de 2016

La elección de Ana Lía



Se sentía realmente mal. Podía notar cómo aquello, lo que quiera que fuese, crecía insidioso dentro de ella.

Le costaba recordar con exactitud cuándo fue la primera vez que lo notó, pero suponía que durante aquel trabajo de clase. Le estaba quedando un relato genial, se sentía totalmente inspirada y las palabras fluían con naturalidad, adaptándose en todo a su viva imaginación. Y de repente, aquel borbotón de ideas estorbando, aquel tropel de argumentos que no venían a cuento. Apenas pudo dominarlos para acabar la tarea, pero le costó bastante. Y desde aquel día los episodios extraños se habían repetido con cierta asiduidad.

El día de su examen oral de biología también se llevó un susto. Estaba desarrollando el tema de las amebas cuando una interferencia, esta vez verbal, vino a complicar las cosas. Por más autocontrol que puso en práctica algunas frases de libros que había leído recientemente se colaron en su disertación, y también algunos versos que había escrito para su novio. Se oía a sí misma horrorizada, sin ningún dominio sobre las cosas que estaba diciendo. No llegó a suspender porque su trayectoria académica era brillante, pero el examinador pensó que se burlaba de él y le dio una calificación muy baja que en verdad no se correspondía con sus conocimientos.

El caso es que no podía localizar con precisión el punto exacto donde residía su malestar. A veces se trataba de un hormigueo muy doloroso en las puntas de los dedos; otras de una extraña opresión en las sienes, como si unas manos invisibles se las estrujaran sin piedad. También llegó a sentir molestias en el corazón, o en esa zona al menos. Era como si le faltara el aire, como si el bombeo de sangre fuera a detenerse de un momento a otro, como si una emoción desbocada y sin causa aparente le revoloteara enloquecida en el pecho.

“Estoy jodida, pensó”. Y se puso manos a la obra para buscar una solución.


Ana Lía era una chica muy independiente, ya lo decían con una mezcla de orgullo y preocupación sus padres, y esta vez tampoco quiso implicar a nadie más en el asunto. Tomó su tarjeta sanitaria, pidió cita con su doctora y se subió al bus con tiempo suficiente para llegar puntual. Iba con los cascos puestos y la música a todo volumen, como siempre, así que no comprendió cómo era posible que llegara a oírla. Una anciana que olía a naftalina y a casa cerrada de mil años se paró a su lado, se inclinó con trabajo sobre su asiento y le susurró:

“Allí adónde vas no pueden ayudarte y las cosas irán a peor. Cuando estés preparada para saber y entiendas que después puede ser tarde, ven a verme.”

En lo que la chica tardó en apagar su MP4 y levantar la vista, la anciana había desaparecido. Pero le dejó algo sobre el regazo, un papelito con su dirección anotada.

Efectivamente su doctora no pudo ayudarla y tras achacar sus extraños síntomas a la revolución hormonal propia de la edad y a su exacerbada imaginación, la mandó a casa con un frasco de aspirinas y buenos consejos sobre su dieta y la necesidad de descansar.

Ana Lía se sentía frustrada, enferma y presa de la más viva curiosidad a partes iguales. ¿Qué perdía con ir a ver a la anciana? Después de todo no podía continuar hablando en verso todo el tiempo, como le había ocurrido los días anteriores. ¿Qué sería lo siguiente? ¡Estaba harta!

La casa era deprimente, sucia, y la luz escaseaba fabricando sombras en cada esquina. Le ofreció una infusión que apestaba y Ana Lía ni siquiera se molestó en fingir que bebía al dar las gracias.

-        Ya estoy aquí. ¿Qué quiere?
-        Yo no quiero nada, querida. ¿Qué quieres tú?
-        Dejar de parecer una loca y sentirme bien de nuevo estaría genial. ¿Puede ayudarme?
-        Puedo, si tú eres capaz de tomar una decisión.
-        Claro que lo soy, no parece tan difícil. Hable.

La anciana le tomó las manos como para infundirle ánimo y le explicó que dentro de ella crecía un tumor de letras y que había dado metástasis. Las manos que escribían, la cabeza que imaginaba, el corazón que aportaba el sentimiento, todo estaba ya afectado. Ana Lía dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas sin tratar de disimularlas. Un tumor, cáncer, terror, muerte: tal era la asociación de ideas que flotaba en su cabeza como una maligna mancha de aceite sobre límpidas aguas.

-        No te apures, querida, puedes hacer que desaparezca.
-        ¿Yo? ¿cómo?, preguntó Ana Lía casi en un grito.
-        Te lo dije, has de decidir: Si bebes realmente de la infusión que te he preparado, todo volverá a la normalidad. Mañana te levantarás y serás la de siempre, pero nunca te convertirás en la gran escritora que hay en ti. No tendrás que pagarme nada.
-        ¿Y si no?, se aventuró a saber la adolescente.
-        Si dejas que el tumor de letras te tome por completo sufrirás, no te lo niego, pero serás la más grande autora de tu tiempo, dominarás todos los géneros literarios. Y entonces tendrás que darme el cinco por ciento de todo lo que ganes, que será mucho.

Ana Lía apenas lo pensó. Miró seria su reflejo sobre la superficie del brebaje y lo apartó de sí. Luego se secó las lágrimas, se puso el abrigo y se marchó.

        - Hasta pronto, querida dijo la anciana con una sonrisa satisfecha en los labios.


Julia C.

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