La tarde dio paso a la noche
inadvertidamente y cuando quisieron acordar, tras un par de rondas de aquel
delicioso licor, ambos estaban anulando sus otros compromisos para poder ir a
cenar juntos. Gina solo puso una condición, y es que pagaran la cuenta a medias.
“No me gusta deberle nada a nadie”, dijo con absoluto convencimiento y una
seriedad que casi resultaba cómica a ojos de Alberto. “Una chica de principios,
como debe ser”, le contestó él mientras posaba apenas su mano en la espalda de
la chica para acompañar sus pasos.
Pudiera ser efecto del
alcohol, tenía sus dudas, pero lo cierto es que aquel tipo empezaba a parecerle
realmente encantador, por no decir que se estaba acostumbrando a bucear en lo
selvático de sus prolongadas miradas. No era un cabeza de chorlito, eso lo
tenía claro, pero tampoco sabía exactamente qué era en realidad debajo de su
fachada de profesional meticuloso y exigente.
Alberto se guardó de
proponer ningún restaurante caro de los que él solía visitar. No quería parecer
pretencioso ni intimidarla, así que la dejó elegir a ella. Acabaron sentados a
la mesa de una pequeña pizzería del barrio antiguo. Para Gina aquel sitio tenía
su historia, toda llena de buenos recuerdos que compartió con su acompañante a
lo largo de la velada; además conocía personalmente al cocinero. Se trataba de un
italiano grande como un armario que, además de buena mano en la cocina, tenía
voz de tenor. En las noches de verano, si se encontraba inspirado y no tenía
mucho trabajo frente al horno, salía a la terraza e improvisaba pequeños
conciertos para sus comensales. “Si les ha gustado, no lo olviden al dejar sus
propinas, damas y caballeros”, decía siempre a la hora de los aplausos. Pero no
lo hacía por el dinero, eso lo sabía cualquiera que le conociera un poco.
La comida y el vino
estuvieron a la altura de las expectativas, lo que contribuyó a que el
encuentro se perfilara más que agradable. Risas y confidencias, miradas cargadas
de intención y algún rubor empezaban a afianzar la naciente complicidad entre
ellos. Por eso no hubo ningún problema a la hora de compartir el postre que
Giuseppe les envió desde la cocina junto con sus mejores deseos y dos
cucharillas.
********
Hubo algún pequeño roce de
manos durante la cena, nada especial si no fuera porque ambos anhelaban la
calidez de la piel del otro. También una suave caricia en el cuello de Gina
cuando él, galantemente, le ayudó a ponerse su abrigo. La chica no habría
podido protestar aunque quisiera, estaba como en una nube de emociones y
alcohol, pero sabía perfectamente lo que hacía: meter la pata sin remisión. Ya
lo pensaría mañana y se lamentaría amargamente con Martina, su confesora; ahora
estaba disfrutando.
El taxi los dejó en el
portal de Alberto sobre las doce de la noche, “la hora de las princesas y las
calabazas”, pensó traviesamente Gina. Después subieron diez plantas en un
ascensor recubierto de espejos que se empeñaban en devolverles sus sonrisas nerviosas
desde todos los ángulos posibles. Pero el efecto óptico no deshizo el
encantamiento y ella continuaba siendo la princesa del cuento tras atravesar el
umbral del apartamento.
“Cuanto antes tengas la
muestra de la fragancia, antes podrás empezar a trabajar en el tema”, le había
propuesto Alberto con brillo felino en los ojos. “Me parece bien”, aprobó ella
con una seductora caída de ojos mientras asentía. Y allí estaban para recoger
la dichosa muestra. Los dos sabían que era una excusa, pero es que se morían
por besarse.
********
─Venga ya, Gina, estás de
broma. Es muy temprano para tus pariditas, ¿sabes?
─Bueno, si prefieres dormir
a que te cuente los detalles escabrosos…
─No puede haber detalles
escabrosos. Estamos hablando de ti, del pijo odioso y de una reunión de trabajo.
─No tan odioso después de
todo ─El tono de su voz había
cambiado perceptiblemente y Martina supo al instante que sí había una historia
que contar.
─Hay que joderse. Por culpa
de cosas así es por lo que las mujeres tenemos fama de veletas. Que sepas que
nos has hecho un flaco favor a todas, mona ─bromeó risueña la pelirroja. Dame diez minutos que me lave
la cara y me prepare un café. Por tu bien espero que haya merecido la pena que
me despiertes.
********
Gina tuvo la sensación de
encontrarse muy sola en aquel gran sofá de diseño que presidía el salón, por
más que Alberto solo tardó un par de minutos en volver. Traía en las manos un
envoltorio de colores vibrantes que sin duda contenía el frasco de la fragancia,
tal y como le había prometido. Lo dejó sobre la mesita y se sentó a su lado. ¿Nada
de champán y copas?, ¿nada de música ambiente con notas acariciadoras? No pudo
evitar fruncir el ceño de pura desilusión, gesto que en absoluto pasó
inadvertido para el experimentado seductor que era él. Después se dedicó a
desabrochar y volver los puños de su camisa con parsimonia, fingiendo gran
concentración. Cuando acabó de ponerse cómodo le preguntó:
─¿Y bien, Gina? ─La chica casi se sobresaltó; ella también había estado
absorta en los gestos de su acompañante. Levantar la mirada y encontrarse de
repente con sus ojos clavados en los suyos la desconcertó.
─Perdona… o sea, ¿qué? ─La había pillado completamente fuera de juego. Quizás
no debería haberse tomado las dos últimas copas de vino.
─Yo sé lo que quiero desde
el primer día en que te vi, justo cuando tropezaste al salir de aquella tarta
horrible. ¿Qué quieres tú?
Martina,
su gran guía y mentora en los asuntos prácticos de la vida, le había enseñado
que con los chicos siempre había que tener un plan B. “Nunca contestes
preguntas comprometidas, Gina. Si no sabes qué decir y no quieres pasar por
tonta, lánzate a la acción y haz algo inesperado”. Y eso hizo, por toda
respuesta le besó en la boca. Sobre el grado de comedimiento en la acción su
amiga no había dado más detalles, así que se dejó llevar por completo…
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