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Gina pasó todo el domingo recuperándose de la juerga del sábado y de la impresión de ver en su móvil tres llamadas perdidas de Alberto. Pensó que tenía visiones por la resaca, pero no, la había llamado mientras ella bailaba desenfrenada en el “Amnesia” y bebía algo más de la cuenta. Se sentía muy cansada, física y mentalmente, y no sabía bien qué debía sentir y ni qué debía hacer. Por lo pronto resistió la tentación de llamar a Martina y apagó su teléfono hasta no tener más claras sus ideas. En esos momentos no estaba preparada para hablar con Alberto y entraba dentro de lo posible que volviera a llamarla. Tampoco quería saber qué haría o qué diría su querida amiga; se reconocía demasiado influenciable y en este asunto debía ser lo bastante madura como para tomar una decisión por sí misma.
Gina pasó todo el domingo recuperándose de la juerga del sábado y de la impresión de ver en su móvil tres llamadas perdidas de Alberto. Pensó que tenía visiones por la resaca, pero no, la había llamado mientras ella bailaba desenfrenada en el “Amnesia” y bebía algo más de la cuenta. Se sentía muy cansada, física y mentalmente, y no sabía bien qué debía sentir y ni qué debía hacer. Por lo pronto resistió la tentación de llamar a Martina y apagó su teléfono hasta no tener más claras sus ideas. En esos momentos no estaba preparada para hablar con Alberto y entraba dentro de lo posible que volviera a llamarla. Tampoco quería saber qué haría o qué diría su querida amiga; se reconocía demasiado influenciable y en este asunto debía ser lo bastante madura como para tomar una decisión por sí misma.
Como en un circuito repetitivo arrastraba su
cuerpo de la cama al sofá y de ahí a la barra de la cocina para tomar alguna
infusión o aspirinas. No importaba que pusiera música, la televisión o que
intentara dormir, no conseguía distraerse; notaba latir sus sienes con un dolor
fastidioso que no le daba tregua y que la impulsaba a pensar obsesivamente.
Ella, que creía superadas sus indecisiones
respecto a las relaciones personales, que había ordenado su vida y sus
sentimientos a conveniencia, que se visualizaba a sí misma como una mujer serena
y con capacidad para afrontar adversidades en la vida, seguía siendo una cría
confusa y asustada. Tenía miedo, sobre todo, de volver a montar en un carrusel
emocional que al final la dejara en lo más bajo y aún más vulnerable que al
empezar el paseo. Si las cosas tuvieran que ir bien entre Alberto y ella no deberían
complicarse a cada paso, ¿no? Seguramente eso quería decir algo y ella siempre
procuraba escuchar las señales.
Después de la tempestad siempre llega la
calma y así también Gina, después de una noche llena de sueños intranquilos y
de ansiedad, amaneció el lunes con una decisión tomada y la firme resolución de
poner orden en su vida. Buscaría en internet la dirección de las oficinas de la
empresa donde trabajaba Alberto, le devolvería por mensajería el paquetito con
el perfume y le bloquearía en su Facebook y en su móvil. No quería
explicaciones, ni excusas, ni volver a hacerse ilusiones, ni recordar aquella
noche con él, ni que volvieran a romperle el corazón...
Tampoco en esta ocasión quiso abrir el
paquete y saber cómo olía el perfume. Si Alberto había asociado aquella
fragancia con ella sería una cosa menos que olvidar.
************
─¡Cuánto lo siento,
mi niña! Y tú solita todo el domingo, dándole vueltas a la cabeza. ¿Por qué no
me llamaste? Sabes que hubiera ido corriendo a tu casa.
─Ya lo sé, Martina, pero esto tenía que decidirlo
yo sola. Tú siempre estás ahí para guiarme, pero en algún momento tendré que
madurar y asumir mis errores y mis aciertos, ¿no? ─el tono y el gesto de Gina eran decididos, pero la pelirroja sabía que un
mar de dudas se agitaba bajo sus palabras.
─Claro que sí, cielo. Yo te apoyo en tu decisión,
no más jueguecitos ni más quebraderos de cabeza con el cretino de Alberto. Si
es tan estúpido como para no apreciar lo que vales, ¡él se lo pierde! Es más,
si me dejas le digo cuatro cosas a ese pijo engreído y las dos nos quedamos tan
a gusto ─Un destello de malicia bailaba en los ojos de
Martina.
─Mejor dejar las cosas como están. Montar bronca
no me parece un buen punto de partida para olvidarle ─Una sonrisa desganada acudió a los labios de Gina─ No me voy a rebajar montando una escenita, eso no va conmigo.
─Bueno, al menos deja que yo devuelva el paquete
por ti. Me pilla de paso y así te ahorras el mensajero.
─Vale, esa oferta sí te la acepto, pero lo dejas en
recepción a su nombre y nada más, ¡que te conozco, Martina!
─¿Por quién me tomas? Aunque no lo creas puedo
ser discreta si me lo propongo y ya me ha quedado claro que no quieres que haya
sangre ─Gina no estaba segura de si su amiga estaba
bromeando, pero prefirió pensar que sí.
************
Habían transcurrido dos
semanas y Gina no había vuelto a tener noticias de Alberto. “Mejor así”, se
repetía a cada ocasión en que una recaída le llevaba a pensar en él, cosa que
sucedía con frecuencia. Ella reconocía que era pura incoherencia, pero en el
fondo le hubiese gustado que el joven diera algún paso para retomar el
contacto, para aproximarse. Al parecer sus medidas habían sido en extremo
eficaces y habían conseguido eliminarlo definitivamente de su vida. “Bueno, es
lo que hay, está bien” le repetía cada día a una Martina menos preocupada por
ella de lo que cabría esperar. De hecho la pelirroja llevaba unos días
inusualmente contenta aunque no soltaba prenda sobre el motivo.
************
Gina se había aficionado recientemente a los
largos paseos por la ciudad. Aunque ya no disfrutaba de la compañía de su
querido Elmer, le sentaban muy bien para calmar su añoranza y descansar mejor
por las noches. Quería estar bien, quería recuperarse, y enfundarse sus
zapatillas de deporte y fotografiar rincones de la ciudad que casi había
olvidado, era una buena terapia.
Una tarde sus pasos la
llevaron casi por azar al barrio antiguo. Cuando se dio cuenta sopesó la idea
de volverse, pero luego quiso comprobar si estaba preparada para enfrentarse al
recuerdo de aquella cena especial que compartió con Alberto. Era como volver a
la escena del crimen, pero aun así se dirigió al restaurante de Giuseppe.
No pasó de la puerta, se
quedó clavaba en el umbral tal que si un muro de cristal invisible le impidiera
avanzar. No podía creer lo que estaba viendo, era imposible y demasiado
doloroso para ser verdad, pero allí estaban: Alberto y Martina compartían mesa
y animada conversación frente a una cerveza.
Julia C.
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