* Me lo dice de buen rollo, pero me
lo dice: “Nena, tienes pelo de perro”. Pudiera parecer un insulto, pero
si te fijas en la sonrisa tierna y la mirada orgullosa mientras acaricia mi
cabeza, sabes que no. Él es calvo, o “aerodinámicamente evolucionado”, como le
digo siempre, y yo todo lo contrario: pelo abundante, fuerte, brillante y
corto. Pues eso, como los perros.
* “Llévate ésta, yo te la regalo”.
Extiende su mano hacia mí ofreciéndome una barra de labios color rojo
encendido; hoy se ha empeñado en acompañarme a la perfumería. “Cariño, yo no me
pinto lo labios de ese color hace años”. “Por eso, para que vuelvas a pintártelos
como cuando tenías veinte y éramos novios. ¡Estabas preciosa!”. “Ya no
me queda bien, no me gusta ir tan llamativa a mi edad”. Aquí no dice palabra,
pero su gesto es más que elocuente porque a él siempre le han importado un
pimiento las apariencias y lo que opinen los demás. De repente ha recordado que
prefiere estar en la librería del centro comercial y me deja allí, con mi beso en
la mejilla y sintiéndome fatal. Malo si no le doy gusto y malo si me compro
algo que estoy segura no voy a usar. Tremendo dilema.
* “Ay que ver lo que estorban
siempre tus pies”. Sonríe maliciosamente, al borde del sadismo,
mientras me los transporta en vilo un palmo más allá usando el dedo gordo como
asa. A mí me encanta el juego y me encanta sentir esa tensión en el pulgar, por
eso le provoco mientras le hago ojitos desde la cama o el sofá: “mira, cariño,
me dejé los pies ahí olvidados”. Resopla haciendo su papel a la perfección y
contesta: “¡Qué descuidada!, ya los quito yo de en medio”.
* “¡La confianza da asco! La
próxima vez que te saquen la sangre en el Centro de Salud y ya verás qué bien
te portas”. Pero esa ocasión no llega y cada vez olvida mis aspavientos
al ver venir la aguja, mis quejas porque la goma del brazo está demasiado
apretada, mis instrucciones cansinas, como si fuera yo la que lleva veintiséis
años de ejercicio profesional a las espaldas y no él. Menos mal que cuando
hemos terminado y los tubos reposan en el soporte, repletos de rojo contenido,
me acepta un beso arrepentido y se olvida de lo pesada que soy. Hago propósito
de enmienda, hasta la próxima aguja, claro.
* “¿Quieres llevar tú el coche
hoy?”. Sabe que odio conducir, que sigo siendo una novata a pesar de
los años de carnet, que el más mínimo tráfico me saca de mis casillas. “Hoy no
me apetece mucho (ni nunca) y allí es difícil aparcar…”. Los dos sabemos que es
una excusa, y quizás por eso el matiz de su voz ha ido cambiando con el tiempo
al hacerme la pregunta. “Puedes y sabes
hacerlo tan bien como cualquiera, yo voy muy tranquilo cuando conduces tú”.
Ahora sí es firme el tono que usa, contundente; no sé si quiere convencerse él
o convencerme a mí. No me queda más remedio que quererle por esa confianza
ciega (e infundada) que me profesa. A veces incluso le cojo las llaves y me
pongo al volante. Que Dios reparta suerte.
* “¿Cuándo vas a retirarme?”.
Acaba de leer lo último que he escrito y mira fijamente la pantalla del ordenador,
con las manos entrelazadas sobre el regazo. Siempre es el primero: le pido que
me corrija posibles faltas de ortografía, finales que no se entiendan, fallos
argumentales, frases que suenen mal. Él es un gran lector y confío ciegamente
en su criterio, aunque a veces le discuta alguna opinión sobre mis textos, ¿a
quién le gusta que le digan que su retoño ha nacido con defectos? “¡Qué
bonito/chulo/interesante! Si te lo tomaras en serio serías una gran escritora”.
Le beso en los labios para que no siga diciendo tonterías, pero mi autoestima
sube varios enteros y desearía que fuera verdad. De momento, la única verdad,
es que a él le gusta lo que escribo. Suficiente para mí.
Julia C.
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