jueves, 19 de octubre de 2017

Lucía duerme



Lucía Mei duerme, literalmente, bajo un manto de cariño y buenos deseos...

Ha sido largo y costoso el camino que han recorrido sus padres hasta poder llenar la cuna de madera color cerezo con su cuerpecito diminuto, hasta poder custodiar su sueño con la ilusión de quien sabe que guarda un tesoro. Pero cuando la miran todo lo dan por bien empleado: la espera, los muchos trámites administrativos, las decepciones por los continuos retrasos, ese largo viaje hasta China para recoger a su niña, el parón en sus vidas para residir, obligatoriamente, un mes en el país. Mar y Emilio lo aceptaron todo con la sonrisa en los labios, sin desanimarse ni por un instante, superando valientes cada obstáculo. Aún no era su hija pero ya estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por ella.

Lucía conserva su segundo nombre original. Sus padres no quieren que pierda sus raíces ni que olvide de dónde viene. Un día, cuando tenga edad suficiente, la llevarán a conocer la tierra que la vio nacer pero que no pudo darle lo que merecía. No, un hospicio triste y de escasos recursos no era sitio para una princesa; no podía ser que ella, como el resto de sus compañeros, viviera casi exclusivamente a base de arroz y estuviera al borde de la desnutrición. Suerte que el padre de Mar es pediatra y que pudo obrar su magia de médico y de abuelo con la pequeña. Tardó un poco más que otros niños en tener pelo, en comer con normalidad y en dar resultados aceptables en las analíticas, pero lo consiguió al fin. Ahora tiene la sonrisa más bonita del mundo, el negro brillante de su raza bañando la recta melena y una mirada tan inteligente como dulce. Sus profesores, a pesar de su corta edad, dicen que tiene aptitudes para la música, y ya hace sus primeros pinitos apenas le dan ocasión.

Cuando Lucía Mei llegó a España tenía un sitio especial en la casa que sería su hogar a partir de ese momento y en los corazones de toda la familia, pero faltaba un detalle. Mar y Emilio querían seguir con su hija una preciosa tradición china llamada Bai Jia Bei, que en esa cultura sirve para traer suerte y dicha a la vida de los niños. Nos explicaron en qué consistía y todos estuvimos entusiasmados de poder participar.  Se trataba de aportar cien buenos deseos, materializados en otros tantos recuadros de tela usada, para confeccionar con ellos una colcha con que tapar a Lucía en las frías noches de invierno. Recuerdo que revolví incansable mi caja de retales hasta encontrar lo que buscaba: un estampado infantil de soles que para mí representaban la luz que ella había traído a la vida de sus padres. Fue muy duro para Mar aceptar que nunca tendría hijos nacidos de su vientre, pero ahí estaba Lucía, nacida del más puro amor, para dejar toda esa pena atrás. Recorté a la medida oportuna mientras conjuraba mis mejores deseos para esa pequeña belleza de ojos rasgados y luego envolví la tela en papel de regalo. Me sentía como una auténtica hada madrina de cuento.

Debimos habernos reunido todos en una “Fiesta del Jengibre” para entregar nuestro presente, pero nos conformamos con hacerlo por turnos, cada uno cuando pudo. Quizás esa parte de la tradición no la seguimos al pie de la letra, pero nuestra intención era la mejor y eso debe contar. Más tarde las abuelas de Lucía hicieron un maravilloso trabajo uniendo todos los pedazos y componiendo una preciosa colcha.  

Por eso, aunque lejos de su país natal, Lucía Mei duerme bajo un manto de cariño y buenos deseos.

Julia C.

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