Compareces ante
mí desnuda, con el alma arrugada y un frío desconocido anidando en tus
entrañas. Nunca te había visto tan vulnerable; creo que es la duda. Y no vienes
a pedir clemencia, aunque estás vencida; en un puro alarde de sinrazón vienes a
reclamar. Nunca te creí capaz de tal desfachatez.
Ya no tienes voz, dices que se te hizo nudo con la primera mentira que me lanzaste, con la primera traición de tus
labios, y dices que lo aceptas, pero aún te queda algo de aquella mirada fiera
que tanto admiré de ti y con ella me hablas. Pides con firmeza, casi con
altanería, los besos que aún te debo, las caricias que llevan tu nombre y que
no pueden ser para ninguna otra, las noches de lascivia que quedaron
pendientes.
Sabes que soy débil, que no he
podido dejar de quererte por más que te odie, y juegas la última carta, tu
cuerpo, para ver si ganas la mano y mi perdón. ¿Dónde está él ahora? ¿Ya no
anda tejido a tu alma casquivana pervirtiendo felicidades ajenas? ¿No te
acompaña en este trance difícil de ajustar viejas cuentas a la fidelidad?
Alargas cauta la mano para acariciar
mi rostro y yo sigo viendo tu boca carnosa temblar aunque cierre los ojos. El
deseo también me traiciona, como hiciste tú, pero a pesar de todo resisto y aún
no te abrazo. Quiero oírte decir que te equivocaste, que él no ha significado
nada, que se terminó hace tiempo porque me echas de menos a morir. Son palabras
gastadas y viejas como el mundo, ya lo sé; sin embargo alivian a los leprosos
de amor y les sostienen la esperanza pegada a la carne un poco más. Todo está
en creer, y yo soy un enfermo que quiere creer. ¿No merezco al menos algunas
mentiras que pongan a salvo mi maltrecho orgullo? Pero tú nunca fuiste de ésas:
tú no haces concesiones ni tomas rehenes en las guerras del día a día.
Das otro paso hacia mí, no sé si
valiente o temeraria, y la distancia que nos separa se funde líquida por la
tibieza que desprende el sol de tu vientre. El efecto no se hace esperar: tu
olor me golpea en el recuerdo como un puño de acero, tu desnudez cosquillea
dolorosamente cada una de mis terminaciones nerviosas. Levantas la cabeza y vuelves
a retarme en el silencio atronador
que nos envuelve.
Es la hora: yo debo elegir si
concederte el indulto que no me has pedido y tomarte o perder para siempre la
parte de mí que te llevarás si te marchas.
Julia C.
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