martes, 23 de enero de 2018

Cita a ciegas (IV)


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 Cita a ciegas (IV)

Aún era muy temprano, pero ya podía oírse el trasegar de huéspedes arrastrando sus maletas sobre la moqueta del pasillo. Fue precisamente ese sonido, insuficientemente amortiguado y poco familiar, el que despertó a Andrés. Le costó unos segundos ubicarse en tiempo y espacio, pero enseguida fue consciente de su entorno y de la situación; también de las ligeras nauseas que se habían instalado en su estómago. No es que hubiera bebido mucho, lo justo para acompañar a Naisha y para infundirse un poco de valor, pero cualquier cosa es demasiado para quien como él, no tiene costumbre. Sus ojos se fueron haciendo paulatinamente a la escasa luz que emitía el piloto de emergencia y pudo divisar, desde la cama, el campo sembrado de prendas en que se había convertido la habitación. Un nuevo ramalazo de excitación sacudió su cuerpo al recordar. 

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Al principio de la velada no se sentía cómodo, no conseguía relajarse ni dejar de pensar en Mirella. ¿Por qué le hacía un regalo como aquél?, ¿dónde había encontrado a aquella mujer y cómo la había convencido para prestarse a la cita?, ¿realmente podía elegir y no habría consecuencias?, ¿era una buena idea iniciar siquiera aquel juego? Después, mecidos suavemente sus sentidos por el perfume de Naisha, la tenue luz de la suite y las primeras copas de vino, desconectó de su realidad cotidiana y se sumió en aquella especie de sueño maravilloso que se le ofrecía. 



Su acompañante era una excelente conversadora y una mujer en extremo femenina. Él, acostumbrado por su trabajo a tratar con todo tipo de personas, tenía los ojos bien entrenados para observar detalles reveladores de sus interlocutores; no pudo evitar “evaluarla” también a ella a través de sus gestos. La mujer le miraba de forma franca y sonreía lo justo ante sus comentarios, sin excesos que hubieran resultado artificiales. Parecía relajada por la posición de los hombros, deseosa de conectar a juzgar por su forma de inclinar el cuerpo hacia él cuando le hablaba y, sobre todas las cosas, empeñada en despertar su deseo, aunque fuera de forma muy sutil. Andrés apreciaba fascinado la forma en que ella acariciaba a veces el perfil de sus labios o de sus clavículas desnudas, dando idea de una suavidad infinita; cómo enredaba un mechón de pelo en su dedo para hacerse un tirabuzón efímero que moría despidiendo reflejos azulados; el  modo en que sujetaba a veces su delicado mentón con el codo apoyado sobre la mesa, poniendo ante su vista unas manos de cuidadísimas uñas y dedos largos que a él se le antojaban hábiles; su provocativo contoneo cada vez que se acercaba a la mesita auxiliar donde el servicio de habitaciones había dispuesto el enfríabotellas. Que su tobillo, tocado con una fina cadena dorada le volviera loco, fue una feliz casualidad añadida que Naisha no podía haber previsto. 

A Andrés empezaba a parecerle que la temperatura en la estancia había subido unos cuantos grados, se encontraba francamente azorado y no sabía muy bien cómo actuar, así que decidió pasar un momento al baño y refrescarse. Justo antes de comenzar con el postre parecía un buen momento. A su regreso encontró a Naisha de pie junto a la cama, con el único tirante de su vestido en lánguido descenso por su hombro y el encaje aguamarina de su ropa interior a la vista. Había retocado el brillo de sus labios y soltado el pasador que recogía su melena. Al parecer estaban de acuerdo en dejar el tiramisú para más tarde. Ya no hicieron falta más palabras…

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Naisha no tardó en despertar también e inmediatamente se abrazó a Andrés, apoyando la cabeza sobre su pecho velludo. El gesto le pilló totalmente desprevenido y, lejos de agradarle, le causó cierta impaciencia. Aún en la penumbra había conseguido ver la hora en su reloj de pulsera: era evidente que se habían quedado dormidos aunque no entraba en sus planes pasar la noche en el hotel. Bueno, en realidad nada de todo aquello había entrado nunca en sus planes, pero allí estaba. Trató de relajarse un poco para no resultar brusco y le dio a Naisha los buenos días tras depositar un beso breve en su pelo. Ella, por toda contestación, enredó su pierna entre las de su compañero de cama y buscó con avidez su boca. Las cosas tomaban un cariz indeseado para Andrés, que solo pensaba en la forma de deshacerse del abrazo y vestirse para marchar a casa. No respondió a sus caricias ni a sus besos y, poco a poco, a base de frialdad, consiguió zafarse de aquel cuerpo tibio y hambriento. Estaba de espaldas a la mujer, sentado en la cama, cuando ella habló con tono agudo: 

¿Me rechazas para volver a casita con tu Mirella? Pobre imbécil, no tienes ni idea. ¿Crees que estoy aquí por su generosidad, que soy un regalo? Pues no, solo estoy aquí porque así esa zorra cree que podrá acostarse con mi pareja, ¡a saber cuántas veces te habrá engañado y tú, penosamente sumiso como un perro, vuelves con ella! Pero le espera una buena sorpresa, porque yo no tengo pareja Reía de forma crispada, histérica, escupiendo las palabras ante el estupor de Andrés, que se había vuelto para mirarla Así es, no tengo marido porque una víbora como tu querida mujercita se entrometió. Él me quería, éramos felices, pero ella tuvo que enredarlo con sus artimañas y consiguió apartarlo de mí. Ya ves, a los dos nos han engañado, qué mierda de vida, ¿verdad? 

Andrés no quiso escuchar nada más, le temblaban las manos y sentía como si su cabeza se hubiera convertido en una trituradora de ideas. Recogió con prisas su ropa repartida por toda la habitación y se encerró en el baño para vestirse. Quería salir de allí cuanto antes.

Julia C. 

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