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Cita a ciegas (IV)
Aún era muy temprano, pero ya podía
oírse el trasegar de huéspedes arrastrando sus maletas sobre la moqueta del
pasillo. Fue precisamente ese sonido, insuficientemente amortiguado y poco
familiar, el que despertó a Andrés. Le costó unos segundos ubicarse en tiempo y
espacio, pero enseguida fue consciente de su entorno y de la situación; también
de las ligeras nauseas que se habían instalado en su estómago. No es que
hubiera bebido mucho, lo justo para acompañar a Naisha y para infundirse un
poco de valor, pero cualquier cosa es demasiado para quien como él, no tiene
costumbre. Sus ojos se fueron haciendo paulatinamente a la escasa luz que
emitía el piloto de emergencia y pudo divisar, desde la cama, el campo sembrado
de prendas en que se había convertido la habitación. Un nuevo ramalazo de
excitación sacudió su cuerpo al recordar.
**********
Al principio de la velada no se
sentía cómodo, no conseguía relajarse ni dejar de pensar en Mirella. ¿Por qué
le hacía un regalo como aquél?, ¿dónde había encontrado a aquella mujer y cómo
la había convencido para prestarse a la cita?, ¿realmente podía elegir y no
habría consecuencias?, ¿era una buena idea iniciar siquiera aquel juego?
Después, mecidos suavemente sus sentidos por el perfume de Naisha, la tenue luz
de la suite y las primeras copas de vino, desconectó de su realidad cotidiana y
se sumió en aquella especie de sueño maravilloso que se le ofrecía.
Su acompañante era una excelente
conversadora y una mujer en extremo femenina. Él, acostumbrado por su trabajo a
tratar con todo tipo de personas, tenía los ojos bien entrenados para observar
detalles reveladores de sus interlocutores; no pudo evitar “evaluarla” también a
ella a través de sus gestos. La mujer le miraba de forma franca y sonreía lo
justo ante sus comentarios, sin excesos que hubieran resultado artificiales.
Parecía relajada por la posición de los hombros, deseosa de conectar a juzgar
por su forma de inclinar el cuerpo hacia él cuando le hablaba y, sobre todas
las cosas, empeñada en despertar su deseo, aunque fuera de forma muy sutil. Andrés
apreciaba fascinado la forma en que ella acariciaba a veces el perfil de sus labios
o de sus clavículas desnudas, dando idea de una suavidad infinita; cómo
enredaba un mechón de pelo en su dedo para hacerse un tirabuzón efímero que
moría despidiendo reflejos azulados; el
modo en que sujetaba a veces su delicado mentón con el codo apoyado
sobre la mesa, poniendo ante su vista unas manos de cuidadísimas uñas y dedos
largos que a él se le antojaban hábiles; su provocativo contoneo cada vez que
se acercaba a la mesita auxiliar donde el servicio de habitaciones había
dispuesto el enfríabotellas. Que su tobillo, tocado con una fina cadena dorada
le volviera loco, fue una feliz casualidad añadida que Naisha no podía haber
previsto.
A Andrés empezaba a parecerle que la
temperatura en la estancia había subido unos cuantos grados, se encontraba
francamente azorado y no sabía muy bien cómo actuar, así que decidió pasar un
momento al baño y refrescarse. Justo antes de comenzar con el postre parecía un
buen momento. A su regreso encontró a Naisha de pie junto a la cama, con el
único tirante de su vestido en lánguido descenso por su hombro y el encaje aguamarina
de su ropa interior a la vista. Había retocado el brillo de sus labios y
soltado el pasador que recogía su melena. Al parecer estaban de acuerdo en dejar
el tiramisú para más tarde. Ya no hicieron falta más palabras…
**********
Naisha no tardó en despertar también
e inmediatamente se abrazó a Andrés, apoyando la cabeza sobre su pecho velludo.
El gesto le pilló totalmente desprevenido y, lejos de agradarle, le causó
cierta impaciencia. Aún en la penumbra había conseguido ver la hora en su reloj
de pulsera: era evidente que se habían quedado dormidos aunque no entraba en
sus planes pasar la noche en el hotel. Bueno, en realidad nada de todo aquello
había entrado nunca en sus planes, pero allí estaba. Trató de relajarse un poco
para no resultar brusco y le dio a Naisha los buenos días tras depositar un
beso breve en su pelo. Ella, por toda contestación, enredó su pierna entre las
de su compañero de cama y buscó con avidez su boca. Las cosas tomaban un cariz
indeseado para Andrés, que solo pensaba en la forma de deshacerse del abrazo y
vestirse para marchar a casa. No respondió a sus caricias ni a sus besos y,
poco a poco, a base de frialdad, consiguió zafarse de aquel cuerpo tibio y
hambriento. Estaba de espaldas a la mujer, sentado en la cama, cuando ella
habló con tono agudo:
─¿Me rechazas para volver a casita con tu
Mirella? Pobre imbécil, no tienes ni idea. ¿Crees que estoy aquí por su
generosidad, que soy un regalo? Pues no, solo estoy aquí porque así esa zorra
cree que podrá acostarse con mi pareja, ¡a saber cuántas veces te habrá
engañado y tú, penosamente sumiso como un perro, vuelves con ella! Pero le
espera una buena sorpresa, porque yo no tengo pareja ─Reía de forma crispada, histérica, escupiendo las
palabras ante el estupor de Andrés, que se había vuelto para mirarla─ Así es, no tengo marido porque una víbora como tu querida
mujercita se entrometió. Él me quería, éramos felices, pero ella tuvo que
enredarlo con sus artimañas y consiguió apartarlo de mí. Ya ves, a los dos nos
han engañado, qué mierda de vida, ¿verdad?
Andrés no quiso escuchar nada más, le temblaban las manos y sentía como si
su cabeza se hubiera convertido en una trituradora de ideas. Recogió con prisas
su ropa repartida por toda la habitación y se encerró en el baño para vestirse.
Quería salir de allí cuanto antes.
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