sábado, 13 de enero de 2018

Jugando a contar mentiras





Era un juego entre nosotros. Lo utilizábamos como diversión pero también como una ayuda para comunicarnos mejor, por raro que parezca. Los dos éramos hijos únicos y, fuera esa la razón o no, lo cierto es que nos habíamos criado sin muchas habilidades sociales ni facilidad para expresarnos. El juego empezó, sin proponérnoslo, en el mismo instante en que nos conocimos.

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El viernes por la noche era mi momento favorito de la semana, mucho mejor incluso que el sábado o el domingo. La semana pasaba a cámara lenta entre clases, tareas académicas y horarios estrictos, así que esa noche experimentaba una repentina sensación de libertad. Si en algún momento de mi sensata vida estaba dispuesta a hacer una tontería, era justamente en ese momento. ¡Me encantaba la sensación de imprevisibilidad!

Como era lo habitual últimamente mis amigas y yo nos pasamos a primera hora de la velada por la disco “Saxo”. Allí tocaba entonarse con alguna que otra copa, hacer un recuento del “ganado” disponible, saludar a los colegas incondicionales y hacer planes para el resto de la noche. Estaba pensando en ir al baño a retocarme el maquillaje cuando se acercó. 

No he reparado en ti cuando has llegado, quizás porque me pareces la chica más fea que he visto nunca. Y ahora que por fin estoy a tu lado y puedo fijarme bien, sé que estoy en lo cierto: nunca me he cruzado con una sonrisa menos atrayente Soltó su discurso y se quedó a mi lado, muy próximo, con las manos en los bolsillos. Esperaba acontecimientos sin dejar de mirarme a los ojos. Los suyos parecían dos charcas límpidas de agua verde.

Yo sabía que me observaba desde el otro lado de la sala desde hacía rato, las chicas siempre sabemos esas cosas, pero dada su pinta de tímido incurable y su forma de rehuir mi mirada cuando se cruzaba con la suya, nunca esperé que me hablara; mucho menos de aquel talante.

Quizás sus palabras a bocajarro, sin duda impertinentes y desagradables, deberían haberme ofendido. Pero por alguna razón dichas así, con gesto de inevitabilidad bajo los destellos frenéticos de los neones, solo consiguieron hacerme reír. De hecho cuando él estuvo seguro de que no iba a abofetearle ni a tirarle el contenido de mi vaso a la cara, también prorrumpió en carcajadas. Tenía la risa franca, llena como una luna de buen augurio. Respiró ostensiblemente aliviado, ¡la jugada le había salido bien! Después de aquello nos presentamos debidamente, nos dimos un par de besos en las mejillas y ya no volvimos a separarnos en toda la velada. 

Podría decir que coqueteamos, que buscamos el roce de nuestros cuerpos con cualquier excusa, que aprovechamos los muchos rincones mal iluminados del local para besarnos, que nos devoramos con las miradas, pero mentiría descaradamente. Nuestra timidez no nos permitió más que bailar, compartir alguna bebida y charlar hasta por los codos. Mis amigas se marcharon sin mí; yo ya tenía toda la compañía que deseaba.

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Siempre he pensado que los miembros de una pareja no deben parecerse, sino más bien complementarse, pero Javier y yo éramos casi idénticos en muchos aspectos y me pareció lo más maravilloso del mundo. Era como verme reflejada en otro ser humano que, además de comprender mis carencias, mis inseguridades, mis dificultades para relacionarme, las padecía también. Con él no me sentía torpe, no me avergonzaba de quedarme sin palabras cuando quería decir algo complicado, no deseaba que me tragara la tierra si me ruborizaba hasta la raíz del pelo. ¡A él le pasaba exactamente lo mismo! Si hasta ese momento habíamos sido dos bichos raros, ahora podíamos ser una pareja rara, pero feliz. 

Superamos cada etapa de nuestro noviazgo y de nuestra entrada en la vida adulta apoyándonos el uno en el otro, aprendiendo a desenvolvernos como mejor podíamos en un mundo que estaba diseñado para que alcanzaran el éxito, sobre todo, lo más seguros de sí mismos. Nos reíamos de nuestras meteduras de pata, desdramatizándolas, nos infundíamos valor ante cada prueba y, a veces, por costumbre, seguíamos recurriendo a ese juego que tanto nos facilitaba las cosas a ambos.

Por nada del mundo me iría a vivir contigo, creo que sería una pésima idea. Al fin y al cabo me encanta vivir en la otra punta de la ciudad y atravesarla cada vez que quiero verte. Está bien duplicar gastos, tener cuentas separadas, vidas separadas después de estos años. Total, no vayas a creer que eres lo más importante para mí…

Me lancé a sus brazos sin pensármelo dos veces. Aunque nadie más que yo lo hubiera entendido, aquello era una proposición. Cuando al fin la emoción me permitió hablar, continué la broma.

Me alegra ver que lo tienes tan claro… ¡yo ni loca aceptaría un plan tan descabellado! Y el asunto quedó decidido entre besos y sábanas revueltas.

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No siempre ha sido todo perfecto, pero creo que hemos tenido una convivencia plena y gratificante. Es cierto que a veces hemos dejado que el trabajo nos absorba hasta el punto de no vernos en varios días, pero eso es lo normal, ¿no? Cuando se tienen ambiciones laborales hay que sacrificar algunas cosas. No sé, yo tenía la sensación de que todo iba bien. Por eso no entiendo su nota de esta mañana sobre la encimera de la cocina.

“Eres la única mujer de mi vida, ninguna otra podría darme las cosas que echo de menos ni comprenderme como lo haces tú. Aún sigo siendo aquel chico inseguro que tú conociste y no aspiro a nada más que a vivir junto a ti el resto de mis días. Nada ha cambiado, espero que lo sepas”. 

Hoy no he ido a trabajar, imposible dejarme ver con los ojos hinchados de tanto llorar y este estado de nervios. Esperaré en casa a que llegue la noche para ver si vuelve y para saber si esta nota es exactamente lo que parece o justo lo contrario.

Julia C.