Era un juego entre nosotros. Lo utilizábamos como diversión pero también
como una ayuda para comunicarnos mejor, por raro que parezca. Los dos éramos
hijos únicos y, fuera esa la razón o no, lo cierto es que nos habíamos criado
sin muchas habilidades sociales ni facilidad para expresarnos. El juego empezó,
sin proponérnoslo, en el mismo instante en que nos conocimos.
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El viernes por la noche era mi momento favorito de la semana, mucho mejor
incluso que el sábado o el domingo. La semana pasaba a cámara lenta entre
clases, tareas académicas y horarios estrictos, así que esa noche experimentaba
una repentina sensación de libertad. Si en algún momento de mi sensata vida
estaba dispuesta a hacer una tontería, era justamente en ese momento. ¡Me encantaba
la sensación de imprevisibilidad!
Como era lo habitual últimamente mis amigas y yo nos pasamos a primera hora
de la velada por la disco “Saxo”. Allí tocaba entonarse con alguna que otra
copa, hacer un recuento del “ganado” disponible, saludar a los colegas
incondicionales y hacer planes para el resto de la noche. Estaba pensando en ir
al baño a retocarme el maquillaje cuando se acercó.
─No he reparado en ti cuando has llegado, quizás porque me pareces la chica
más fea que he visto nunca. Y ahora que por fin estoy a tu lado y puedo fijarme
bien, sé que estoy en lo cierto: nunca me he cruzado con una sonrisa menos
atrayente ─Soltó su discurso y se quedó a mi lado, muy próximo, con las manos en los
bolsillos. Esperaba acontecimientos sin dejar de mirarme a los ojos. Los suyos
parecían dos charcas límpidas de agua verde.
Yo sabía que me observaba desde el otro lado de la sala desde hacía rato,
las chicas siempre sabemos esas cosas, pero dada su pinta de tímido incurable y
su forma de rehuir mi mirada cuando se cruzaba con la suya, nunca esperé que me
hablara; mucho menos de aquel talante.
Quizás sus palabras a bocajarro, sin duda impertinentes y desagradables,
deberían haberme ofendido. Pero por alguna razón dichas así, con gesto de
inevitabilidad bajo los destellos frenéticos de los neones, solo consiguieron
hacerme reír. De hecho cuando él estuvo seguro de que no iba a abofetearle ni a
tirarle el contenido de mi vaso a la cara, también prorrumpió en carcajadas.
Tenía la risa franca, llena como una luna de buen augurio. Respiró
ostensiblemente aliviado, ¡la jugada le había salido bien! Después de aquello
nos presentamos debidamente, nos dimos un par de besos en las mejillas y ya no
volvimos a separarnos en toda la velada.
Podría decir que coqueteamos, que buscamos el roce de nuestros cuerpos con
cualquier excusa, que aprovechamos los muchos rincones mal iluminados del local
para besarnos, que nos devoramos con las miradas, pero mentiría descaradamente.
Nuestra timidez no nos permitió más que bailar, compartir alguna bebida y
charlar hasta por los codos. Mis amigas se marcharon sin mí; yo ya tenía toda
la compañía que deseaba.
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Siempre he pensado que los miembros de una pareja no deben parecerse, sino
más bien complementarse, pero Javier y yo éramos casi idénticos en muchos
aspectos y me pareció lo más maravilloso del mundo. Era como verme reflejada en
otro ser humano que, además de comprender mis carencias, mis inseguridades, mis
dificultades para relacionarme, las padecía también. Con él no me sentía torpe,
no me avergonzaba de quedarme sin palabras cuando quería decir algo complicado,
no deseaba que me tragara la tierra si me ruborizaba hasta la raíz del pelo. ¡A
él le pasaba exactamente lo mismo! Si hasta ese momento habíamos sido dos bichos
raros, ahora podíamos ser una pareja rara, pero feliz.
Superamos cada etapa de nuestro noviazgo y de nuestra entrada en la vida
adulta apoyándonos el uno en el otro, aprendiendo a desenvolvernos como mejor
podíamos en un mundo que estaba diseñado para que alcanzaran el éxito, sobre
todo, lo más seguros de sí mismos. Nos reíamos de nuestras meteduras de pata,
desdramatizándolas, nos infundíamos valor ante cada prueba y, a veces, por
costumbre, seguíamos recurriendo a ese juego que tanto nos facilitaba las cosas
a ambos.
─Por nada del mundo me iría a vivir contigo, creo que sería una pésima idea.
Al fin y al cabo me encanta vivir en la otra punta de la ciudad y atravesarla
cada vez que quiero verte. Está bien duplicar gastos, tener cuentas separadas,
vidas separadas después de estos años. Total, no vayas a creer que eres lo más
importante para mí…
Me lancé a sus brazos sin pensármelo dos veces. Aunque nadie más que yo lo
hubiera entendido, aquello era una proposición. Cuando al fin la emoción me
permitió hablar, continué la broma.
─Me alegra ver que lo tienes tan claro… ¡yo ni loca aceptaría un plan tan
descabellado! ─Y el asunto quedó decidido entre besos y sábanas revueltas.
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No siempre ha sido todo perfecto, pero creo que hemos tenido una convivencia
plena y gratificante. Es cierto que a veces hemos dejado que el trabajo nos
absorba hasta el punto de no vernos en varios días, pero eso es lo normal, ¿no?
Cuando se tienen ambiciones laborales hay que sacrificar algunas cosas. No sé,
yo tenía la sensación de que todo iba bien. Por eso no entiendo su nota de esta
mañana sobre la encimera de la cocina.
“Eres la única mujer de mi vida,
ninguna otra podría darme las cosas que echo de menos ni comprenderme como lo
haces tú. Aún sigo siendo aquel chico inseguro que tú conociste y no aspiro a
nada más que a vivir junto a ti el resto de mis días. Nada ha cambiado, espero
que lo sepas”.
Hoy no he ido a trabajar, imposible dejarme ver con los ojos hinchados de
tanto llorar y este estado de nervios. Esperaré en casa a que llegue la noche
para ver si vuelve y para saber si esta nota es exactamente lo que parece o
justo lo contrario.
Julia C.